Desde que fui alumna regular de una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, me habitué a recurrir a Dios en momentos de necesidad. Desde hace más de cincuenta y cinco años he tenido muchas pruebas de la protección siempre presente de Dios, pruebas que se han demostrado en una amplia provisión económica, dirección divina y curaciones físicas.
Un verano, mi esposo, nuestros tres hijos y yo fuimos camping. Nos quedamos en una primitiva cabaña sin ventanas. Los cuatro lados de la cabaña estaban unidos por unas bisagras, debajo del techo, de manera que se podían empujar y ajustarse para ventilar la cabaña. Un día, la familia fue a la playa a nadar, y yo me quedé en la cabaña para arreglarla un poco y ventilarla. Al empujar uno de los lados, el soporte se deslizó y todo ese lado se vino abajo, atrapándome la muñeca entre ese lado y el umbral. La muñeca se me inflamó y me dolía mucho.
Me puse a pensar en una declaración de Ciencia y Salud por la Sra. Eddy (pág. 393): “Vuestro cuerpo no sufriría debido a tensión o heridas más de lo que sufriría un tronco de árbol al que cortáis o el cordón eléctrico que estiráis, si no fuera por la mente mortal”. Reflexioné sobre esta frase, tratando una y otra vez de comprenderla más profundamente. También declaré que la Mente divina me estaba gobernando y que en mi verdadero ser, como reflejo de Dios, no estaba sujeta a la mente mortal o a sus creencias mentirosas de accidentes.
No sé por cuánto tiempo estuve pensando en estas verdades, pero cuando volví a mirar la muñeca, la inflamación y descoloración habían desaparecido y ya no sentía dolor. ¡Cuán agradecida me sentí por esta curación rápida y definitiva!
Otra curación fue la de terribles dolores de cabeza que había sufrido durante muchos años. Esto me ocurría tres o cuatro veces al año, obligándome a permanecer en cama por uno o dos días y haciendo imposible comer y retener la comida.
Una mañana, me desperté con los síntomas familiares. Tenía pensado acompañar esa noche a mi esposo a un banquete ofrecido por una organización de la cual él era presidente, lo cual quería decir que nos tendríamos que sentar a la cabecera. Sentí que iba a ser totalmente imposible ir a esta celebración. Además, el mero pensamiento de ver frente a mí pollo frito y otros platos era, por demás, angustioso.
A pesar de todo, llamé a una practicista de la Ciencia Cristiana, quien me habló con una gran calma y consuelo. Esto me animó a pensar que debía asistir al banquete, impidiendo así que el error me impusiera lo que podía y no podía hacer. De modo que cuando llegó el momento me vestí, aunque estaba lejos de sentirme bien. Deseando obtener más apoyo, volví a llamar a la practicista, quien me aseguró que me ayudaría por medio de la oración. También, con dulzura me instó a que dejara de luchar, que descansara en la Verdad y que confiara en el trabajo que se estaba haciendo.
Imagínense cuál sería mi alegría cuando, yendo en el automóvil, de repente sentí que todos los síntomas molestos habían desaparecido y que estaba perfectamente bien. Como resultado, disfruté mucho de la reunión, ¡incluso comí el pollo frito con entusiasmo! Este fue el final de los dolores de cabeza. Nunca he vuelto a sentirlos en los quince años que han transcurrido desde entonces. Mucho he agradecido las lecciones que aprendí gracias a esta curación, lecciones de obediencia y de una mayor confianza en el poder de la Verdad.
Mi gratitud por la Ciencia Cristiana crece cada día. Sus enseñanzas se pueden aplicar en cualquier parte, en cualquier momento y en cualquier circunstancia. Ciertamente es la “perla de gran precio”.
Storrs, Connecticut, E.U.A.