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Desde que fui alumna regular de una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana,...

Del número de febrero de 1989 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Desde que fui alumna regular de una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, me habitué a recurrir a Dios en momentos de necesidad. Desde hace más de cincuenta y cinco años he tenido muchas pruebas de la protección siempre presente de Dios, pruebas que se han demostrado en una amplia provisión económica, dirección divina y curaciones físicas.

Un verano, mi esposo, nuestros tres hijos y yo fuimos camping. Nos quedamos en una primitiva cabaña sin ventanas. Los cuatro lados de la cabaña estaban unidos por unas bisagras, debajo del techo, de manera que se podían empujar y ajustarse para ventilar la cabaña. Un día, la familia fue a la playa a nadar, y yo me quedé en la cabaña para arreglarla un poco y ventilarla. Al empujar uno de los lados, el soporte se deslizó y todo ese lado se vino abajo, atrapándome la muñeca entre ese lado y el umbral. La muñeca se me inflamó y me dolía mucho.

Me puse a pensar en una declaración de Ciencia y Salud por la Sra. Eddy (pág. 393): “Vuestro cuerpo no sufriría debido a tensión o heridas más de lo que sufriría un tronco de árbol al que cortáis o el cordón eléctrico que estiráis, si no fuera por la mente mortal”. Reflexioné sobre esta frase, tratando una y otra vez de comprenderla más profundamente. También declaré que la Mente divina me estaba gobernando y que en mi verdadero ser, como reflejo de Dios, no estaba sujeta a la mente mortal o a sus creencias mentirosas de accidentes.

No sé por cuánto tiempo estuve pensando en estas verdades, pero cuando volví a mirar la muñeca, la inflamación y descoloración habían desaparecido y ya no sentía dolor. ¡Cuán agradecida me sentí por esta curación rápida y definitiva!

Otra curación fue la de terribles dolores de cabeza que había sufrido durante muchos años. Esto me ocurría tres o cuatro veces al año, obligándome a permanecer en cama por uno o dos días y haciendo imposible comer y retener la comida.

Una mañana, me desperté con los síntomas familiares. Tenía pensado acompañar esa noche a mi esposo a un banquete ofrecido por una organización de la cual él era presidente, lo cual quería decir que nos tendríamos que sentar a la cabecera. Sentí que iba a ser totalmente imposible ir a esta celebración. Además, el mero pensamiento de ver frente a mí pollo frito y otros platos era, por demás, angustioso.

A pesar de todo, llamé a una practicista de la Ciencia Cristiana, quien me habló con una gran calma y consuelo. Esto me animó a pensar que debía asistir al banquete, impidiendo así que el error me impusiera lo que podía y no podía hacer. De modo que cuando llegó el momento me vestí, aunque estaba lejos de sentirme bien. Deseando obtener más apoyo, volví a llamar a la practicista, quien me aseguró que me ayudaría por medio de la oración. También, con dulzura me instó a que dejara de luchar, que descansara en la Verdad y que confiara en el trabajo que se estaba haciendo.

Imagínense cuál sería mi alegría cuando, yendo en el automóvil, de repente sentí que todos los síntomas molestos habían desaparecido y que estaba perfectamente bien. Como resultado, disfruté mucho de la reunión, ¡incluso comí el pollo frito con entusiasmo! Este fue el final de los dolores de cabeza. Nunca he vuelto a sentirlos en los quince años que han transcurrido desde entonces. Mucho he agradecido las lecciones que aprendí gracias a esta curación, lecciones de obediencia y de una mayor confianza en el poder de la Verdad.

Mi gratitud por la Ciencia Cristiana crece cada día. Sus enseñanzas se pueden aplicar en cualquier parte, en cualquier momento y en cualquier circunstancia. Ciertamente es la “perla de gran precio”.


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