“Graceland” es el título de un álbum de canciones grabadas por el cantante popular Paul Simon. En 1987, este álbum ganó el premio “Grammy” de la Academia Nacional de Grabaciones de Artes y Ciencias en los Estados Unidos, como el mejor álbum del año. Muchas de las canciones son acompañadas por músicos y vocalistas africanos. El álbum es una fusión de la lírica estimulante de Simon, de melodías vibrantes y de característicos ritmos africanos.
Poco antes de que su álbum recibiera el premio, el Sr. Simon había llevado su música al Africa para dar un concierto en Zimbabwe. Después del concierto, en una entrevista publicada por el The Christian Science Monitor, el Sr. Simon dijo: “Vi blancos y negros bailando juntos. Vi a un bebé negro abrazado al cuello de una persona blanca. Así es como debe ser. Y es obvio que esto es posible”.Monitor, 17 de febrero de 1987, pág. 6.
Hay algo en la música que puede traspasar toda clase de barreras y convencionalismos. Por supuesto, no es extraño que el ritmo nativo en la música de Simon hiciera que una diversa audiencia africana aplaudiera, cantara y bailara. Lo que podría parecer fuera de lo ordinario, dado el ambiente de la era en que vivimos y la parte del mundo en donde ocurrió, es que tantas personas estuvieran bailando juntas. Por un momento, al menos, se unieron espontáneamente en amistad sin fijarse en la raza, el nivel económico o los privilegios políticos.
La lírica de una de las canciones de Simon transmite vivas imágenes de la confusión que el mundo enfrenta hoy en día: bombas transportadas en cochecitos de bebés; hambre y sequías; guerra en las junglas con armas de tecnología avanzada. Con obvia ironía, Simon canta sus refranes a las maravillas y milagros de nuestra era. Ver Simon, “The Boy in the Bubble”, “Graceland”.
Cuando leí la noticia de este concierto en Africa, me sorprendió el contraste que había entre la fotografía de las personas que bailaban todas juntas y la lírica de esa canción. Sentí que uno de los verdaderos milagros y maravillas de estos tiempos ocurre en cualquier momento que vemos la expresión de un afecto sencillo y genuino entre la gente, en cualquier momento en que el amor de unos a otros es expresado espontáneamente.
Sin duda, la necesidad de un amor desinteresado no es nada nuevo. Cristo Jesús reiteró esto hace unos dos mil años cuando un abogado belicoso le preguntó cuál era el requisito para tener vida eterna. Jesús le contestó con otra pregunta: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?” El abogado sabía al pie de la letra la respuesta apropiada. Contestó: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús dijo que ciertamente ésa era la respuesta correcta. Y añadió: “Haz esto, y vivirás”. Ver Lucas 10:25–28.
Indudablemente que éste no es un requisito nuevo, tampoco es un asunto que concierne solamente a una vida futura o a una anhelada sociedad utópica. Es para practicarlo aquí y ahora. “Haz esto, y vivirás”, ahora. Si no se hace, no se vive realmente. Cuando se hace, ocurre un milagro, una maravilla. Nosotros estamos realmente viviendo y los demás son alentados, consolados y elevados. Hasta se producen curaciones, porque el amor que Jesús señaló al abogado es un amor que comienza con Dios y entonces, desde esa base espiritual, puede incluir a todos, y a cada uno, en una nueva perspectiva de lo que la vida y la identidad individual realmente son.
La Ciencia Cristiana enseña que cuando comprendemos que Dios es Amor divino, Vida infinita, Espíritu puro, y la única causa y creador, entonces también comenzamos a comprender lo que debe ser Su creación. Cada idea de la creación de Dios no puede ser menos pura o menos buena que cualquier otra idea. La identidad verdadera de cada uno — el ser verdadero de cada hombre, mujer y niño — es necesariamente espiritual, vital, siempre afectuosa, conscientemente buena, de inmenso valor, unida al Padre-Madre divino de todos.
No hay separaciones o divisiones; no hay inferioridad, superioridad, ignorancia u odio en la creación de Dios, la realidad divina. ¿Acaso no nos dice nuestro sentido espiritual que esto debe ser así; que, de hecho, en cierto modo esto debe ser como las cosas realmente son? Si Dios es bueno y omnipotente, entonces debe existir una unidad y armonía en toda Su creación. En Ciencia y Salud, la Sra. Eddy escribe: “Un solo Dios infinito, el bien, unifica a los hombres y a las naciones; constituye la hermandad del hombre; pone fin a las guerras; cumple el mandato de las Escrituras: 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo'; aniquila a la idolatría pagana y a la cristiana — todo lo que es injusto en los códigos sociales, civiles, criminales, políticos y religiosos; establece la igualdad de los sexos; anula la maldición que pesa sobre el hombre, y no deja nada que pueda pecar, sufrir, ser castigado o destruido”.Ciencia y Salud, pág. 340.
Cuando oramos sobre esto y anhelamos conocer al Dios único y nos esforzamos por hacerlo y por ser buenos, todo comienza a ser más claro. Es como si supiéramos en lo profundo del corazón: “Si amo a Dios y creo que lo que Dios creó en mí es bueno y digno de ser amado, entonces esta realidad del ser debe también ser la verdad para todos”.
El mundo necesita desesperadamente este milagro de amar a nuestro prójimo. El mundo necesita que todos lo hagamos. Pero tenemos que estar alerta a no permitir que los convencionalismos tradicionales o preferencias personales nos persuadan a pensar que basta con amar sólo a los que nos aman. El abogado que enfrentó a Jesús no estaba dispuesto a aceptar las profundas implicaciones de las palabras del Maestro. La Biblia nos dice que “él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?” Ver Lucas 10:29–37.
Jesús le contestó con la parábola del hombre que fue asaltado y robado, y ninguno de sus compatriotas lo ayudó; incluso un sacerdote y un levita pasaron a su lado y siguieron de largo. Finalmente, recibió ayuda de alguien que los hebreos jamás lo hubieran esperado: un samaritano. Los samaritanos eran personas a quienes los judíos les tenían muy poco respeto. Pero la misericordia y cuidado incondicionales que este samaritano demostró hacia un judío extraño, todavía hoy en día es una de las ilustraciones más vívidas en el lenguaje humano de lo que significa amar a nuestro prójimo.
Hoy en día, en una época en que los conflictos y odios entre la gente, razas y naciones continúan eliminando vidas, destruyendo la paz en las comunidades, y quizás hasta amenazando la existencia del mundo como la conocemos, la respuesta correcta a la pregunta: “¿Quién es mi prójimo?”, todavía es de vital importancia. Vale la pena leer de nuevo la parábola del buen samaritano. La historia de un hombre que dejó los convencionalismos sociales de su época y se detuvo para ayudar a un desconocido, siempre tendrá mucho que enseñarnos. La fotografía del bebé abrazado al cuello de una persona adulta y afectuosa y de la gente bailando junta, también nos puede enseñar algo.
El amor es siempre un “milagro”. Necesitamos más de él. Con la oración y una comprensión espiritual de la realidad divina, el milagro y la maravilla del amor cambiarán nuestra vida. Puede hacer de nuestro mundo un lugar diferente.
Las palabras de amor expresadas por Jesús continúan siendo un eco de su promesa, un eco que llega a las cumbres de las montañas y las colinas, a los desiertos solitarios, a las pobladas metrópolis, al ámbito de poderosos gobiernos, al corazón de la gente humilde por doquier. “Haz esto”, y el mundo revivirá.