La entrevista había transcurrido bien. Había solicitado el cargo de redactor de una revista, y mi nueva jefa me había dicho que el cargo era mío. Al acompañarme al ascensor, de pronto cambió de dirección y dijo: “Antes de irse, permítame mostrarle su oficina”. Atravesamos una puerta, y me guió hacia un antiguo ventanal que iba del piso al techo. Allí, junto al ventanal abierto con un alféizar muy bajo y en el octavo piso, estaba mi escritorio.
Sentí pánico. Desde hacía tiempo había tenido terror a las alturas, pero nunca pensé que me presentaría problemas en el tranquilo mundo de la redacción. Aquí estaba, con este nuevo empleo que tanto necesitaba, y ahora esto.
Logré retirarme cuanto antes, con estas últimas alegres palabras de mi jefa sonando en mis oídos: “¡Nos vemos el lunes a primera hora!” Camino a casa me sentí en un estado terrible. Por supuesto, me dije a mí mismo, este trabajo se acabó. De ninguna manera podría trabajar en un escritorio junto a una ventana abierta en el octavo piso y, además, con un alféizar tan bajo. El miedo sería tan grande que jamás podría concentrarme en mi trabajo.
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