Conocí la Ciencia Cristiana hace muchos años cuando mi pequeño hijo estaba sufriendo de ataques epilépticos. Vivíamos en una granja, y cuando tenía los ataques lo llevaba de inmediato al médico. El médico hacía todo lo que podía, pero siempre que le preguntaba si la enfermedad se podía sanar, no me respondía.
Una buena amiga, que era practicista de la Ciencia Cristiana, me habló sobre la Ciencia Cristiana, y esas conversaciones me trajeron la paz y el consuelo que tanto había anhelado. Le pedí que me ayudara, y ella amorosamente oró por nosotros. Me alentó para que comprendiera que la ayuda que necesitábamos no estaba lejos, sino que Dios está siempre donde estamos nosotros. Así aprendí a confiar solamente en Dios.
Desde ese momento, cuando los primeros síntomas de epilepsia aparecían, oraba a Dios, sabiendo que sólo la actividad del Amor divino estaba presente. El reconocimiento de la omnipresencia del amor de Dios me daba confianza y paz interior. Luego de mantenerme firme dos veces cuando los síntomas de epilepsia aparecieron, el niño fue sanado. El temor había sido echado fuera. ¡Qué bendición!
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