Un domingo de Pascua por la mañana, el día después de la reunión anual de mi Asociación de alumnos de Ciencia Cristiana, estaba desayunando sentada al mostrador de un restaurante en una gran ciudad, antes de ir a la iglesia. Esperaba con gozo la hora de asistir a la iglesia, pues me sentía tan inspirada por lo que había escuchado el día anterior, y por un libro sobre Ciencia Cristiana que estaba leyendo, que casi no me di cuenta de la mujer que se sentó a mi lado hasta que empezó a hablar. Su apariencia era típica de una persona desamparada: con una gorra tejida, una vestimenta desaliñada, un bolsón para hacer compras lleno de papeles y un pequeño monedero que estrujaba entre las manos. Empezó a conversar, primero con el mozo y después conmigo, diciendo: — Los días feriados me deprimen, ¿no le pasa lo mismo a usted?
— No — le respondí—. — Creo que hoy es un día maravilloso.
— No estoy de acuerdo — dijo — y procedió a dar rienda suelta a su descontento con parientes que eran crueles con ella.
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