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Diálogo entre dos mujeres

Del número de marzo de 1989 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Un domingo de Pascua por la mañana, el día después de la reunión anual de mi Asociación de alumnos de Ciencia Cristiana, estaba desayunando sentada al mostrador de un restaurante en una gran ciudad, antes de ir a la iglesia. Esperaba con gozo la hora de asistir a la iglesia, pues me sentía tan inspirada por lo que había escuchado el día anterior, y por un libro sobre Ciencia Cristiana que estaba leyendo, que casi no me di cuenta de la mujer que se sentó a mi lado hasta que empezó a hablar. Su apariencia era típica de una persona desamparada: con una gorra tejida, una vestimenta desaliñada, un bolsón para hacer compras lleno de papeles y un pequeño monedero que estrujaba entre las manos. Empezó a conversar, primero con el mozo y después conmigo, diciendo: — Los días feriados me deprimen, ¿no le pasa lo mismo a usted?

— No — le respondí—. — Creo que hoy es un día maravilloso.

— No estoy de acuerdo — dijo — y procedió a dar rienda suelta a su descontento con parientes que eran crueles con ella.

La escuché unos momentos, y cuando finalmente pude tomar la palabra, dije: — Me parece que ellos tienen una gran necesidad de amor.

Ella se indignó y protestó vigorosamente diciendo que había hecho mucho por ellos y que lisa y llanamente eran desagradecidos.

Entre otros problemas, estaba enojada con la compañía telefónica e irritada por las acusaciones de sus amistades respecto a su relación con un hombre a quien estaba tratando de ayudar. En cada oportunidad, le respondía con las palabras más genuinas que podía pensar sobre el amor de Dios hacia ella. Le aseguré que, a pesar de lo que presentaba el cuadro humano, ella estaba rodeada de amor y de bondad. Me dijo que yo no sabía nada de las penurias de la vida y que ella las conocía todas. Su esposo había sido un oficial de policía antes de morir, y ella me podía contar muchas cosas. Era cierto que creía en Dios e iba a la iglesia pero, ¿Por qué Dios dejaba que las cosas sucedieran de esa manera? ¿Cómo podían explicarse las contradicciones, la forma en que se comportan las personas que se supone que son más religiosas, haciendo cosas que no deberían hacer? ¡Hasta los Científicos Cristianos! (A esa altura ya había notado lo que yo había estado leyendo.)

— Sí — le contesté—, pero uno no mira a su alrededor para ver lo que están haciendo los demás. La gente puede equivocarse. Sólo debemos mirar lo que sabemos y entendemos acerca de Dios. Y Dios es bueno, por lo tanto, El no puede ser la fuente de todas esas cosas malas. Todo lo que no es bueno realmente no proviene de Dios.

Ahora me doy cuenta de que me había olvidado de la presencia de los demás, aunque el gerente vino y preguntó si todo estaba bien, como si creyera que la mujer me podría estar molestando. Me dirigí a ella en términos simples y sinceros, sin evasivas y sin oscurecer el sentido de lo que yo sabía, es decir, que Dios la estaba amando profundamente en ese momento. Le dije, como me lo habían dicho a mí una vez, que ella estaba “cubierta de amor” y que eso era todo lo que ella siempre podía expresar o experimentar.

Al cabo de unos minutos, cuando me pareció que ella estaba a punto de rebatir estas sencillas verdades, respondiendo: — Sí, pero usted no sabe realmente...”, callé y empecé a orar. De pronto, me miró con una actitud mucho más franca y dijo: — Entonces, ¿qué debo hacer cuando me llaman y critican y me preguntan sobre mi vida personal? ¿Les contesto simplemente que estoy ‘cubierta de amor’ y que ellos no pueden herirme?

Le respondí: — No exactamente de esa manera. Piénselo solamente. Piense en Dios. Comience a buscar todo lo bueno que pueda encontrar en cada una de esas personas y piense sólo en ello —. En ese momento, comencé a orar nuevamente, profunda y sinceramente. Sentí por ella un amor profundo, paciente, sincero, fue una de las oportunidades más claras que he conocido de amor compasivo, desinteresado e impersonal, que no contenía ni podía contener el más mínimo elemento humano. Espontáneamente tuve una convicción clara de su pureza derivada de Dios, de su ser verdadero como hija de Dios. Me sentí totalmente segura de esta verdad, la sabía sin tener que hacer ningún esfuerzo, a tal punto, que el recuerdo de esta experiencia jamás deja de inspirarme.

Después de un momento de silencio, dijo con una mirada pensativa y en un tono de voz que expresaba reverencia: —¿Cree usted que Dios me hizo entrar aquí? Nunca vengo aquí. Me sentía tan mal antes, y ahora me siento bien —. Me invadió una enorme gratitud por la gran bondad de Dios en la forma en que fueron inspiradas la vida de esta mujer y la mía. Le contesté: — Estoy segura de ello”.

Ella tenía una cita con una amiga y rehusó mi invitación a asistir a la iglesia conmigo, pero era obvio que no quería irse. Dio unos pasos hacia la puerta y volviendo me dijo que deseaba que yo no tuviera que irme esa tarde. Después dijo: — Voy a empezar a ir a su iglesia que está enfrente. Pensaré en usted —. Prácticamente me abrazó y me dijo con un rostro sonriente, iluminado y cordial: — Ore por mí—, y se fue.

Cada vez que pienso en ella, que es a menudo, sé que su vida mora en Dios, el bien, que está alegre, satisfecha, bien cuidada, en paz y amada. Esa era la oración que ella estaba pidiendo verdaderamente.

El pensamiento resucitado de esa mañana de Pascua nos llegó a ambas de un modo inolvidable. Jamás se me ocurrió preguntar por qué ella estaba allí, o por qué yo estaba allí. Todos estamos buscando al Cristo, la Verdad, por más disfrazado que pueda estar ese hecho.

A los fariseos les molestaba el comportamiento de aquellos a quienes clasificaban de pecadores, y sentían repulsión por ellos, además, los irritaba el punto de vista tan distinto que tenía Cristo Jesús. El no ignoraba el pecado; lo reprobaba. Empero, Jesús también reconocía que el ser del hombre es puro, perfecto, sin presiones, a la semejanza de Dios, que es la verdadera identidad de cada uno, incluso de los pecadores y parias de la sociedad. Cuando los pecadores respondían a esa visión del Cristo, sanaban. En la Primera Epístola de Juan leemos: “El que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano”. 1 Juan 4:20, 21.

Si estamos dispuestos a abandonar el concepto convencional de quienes parecen estar reducidos a la miseria, y poner nuestra mirada en la perfección actual de la creación de Dios, veremos y expresaremos el espíritu del Cristo, que elimina el fastidio, la irritación o la necesidad de “ponerse a la altura de las circunstancias” para discernir la pureza del ser del hombre. Esa elevación del pensamiento se convierte en una norma que hay que mantener diligentemente. ¿Por qué? Porque es el “reino de los cielos”, que incluye la paz, la alegría, el amor radiante y sincera buena voluntad, y que no necesita de fuente humana alguna para producirlos y que nos trae a nosotros y a los demás una gran felicidad.

El amor semejante al Cristo, así como todas las cualidades de la Deidad, se origina y mora en Dios. Por lo tanto, este amor simplemente existe, y existe en gran abundancia. Se expresa a sí mismo a través de nosotros y hacia nosotros y los demás, cuando permitimos que emita el reflejo de su luz, irradiando su propio poder y gloria. El amor del Amor, Dios, no es difícil de comprender; la naturaleza humana no lo escatima tanto como puede de acuerdo con la necesidad, y no está reservado solamente para los que “son como nosotros”. La verdad es que para nosotros, como hijos amados de Dios, amar es lo más fácil, lo más natural, lo más típico, en todo momento. Dios nos está colmando del amor que fácilmente emana de El. Dios es el Amor mismo, y nosotros, Sus hijos, somos los amados del Amor.

La acción del Amor es tan fuerte, la inspiración del Amor es tan grande que nada más puede ni siquiera pretender estar presente, y es eso lo que trae curación a toda circunstancia. Por “curación” se entiende disolver ante la percepción humana todo lo que es desemejante a Dios. El amor niega todo aspecto del error, el mal o la ignorancia que quisieran persuadirnos para que creamos que el Amor no es Todo o que no somos hijos de Dios.

Nunca tratamos de ajustar la materia como si fuera una realidad, ni cambiamos un cuadro material por otro, sino que rechazamos la ilusión y la reemplazamos por la realidad de los hechos espirituales. Por ejemplo, no ponemos nuestra atención en un cuerpo enfermo o una mente enferma cuando buscamos la curación. En vez, negamos la sugestión de que el hombre sea material, separado de Dios, y reclamamos nuestra verdadera identidad como Su reflejo, que es siempre uno con la Deidad. Del mismo modo, cuando ayudamos a otra persona, nunca oramos para hacer que un pobre mortal sea un mejor mortal, nunca damos a nadie de lo que tenemos y ellos carecen. Más bien, vemos la totalidad de Dios expresada en el hombre universal e imparcialmente. La Sra. Eddy expresó espléndidamente el poder sanador del amor en su vida. Uno de sus alumnos escribió sobre lo que ella una vez dijo sobre la manera en que se puede sanar instantáneamente: “¡Es amando! Vive el amor — sé el amor — ama, ama, ama. No conozcas nada sino el Amor. Sé todo amor. No existe nada más. Eso surtirá efecto. Lo sanará todo; resucitará al muerto. Sed todo amor”. Citado en We Knew Mary Baker Eddy (Boston: The Christian Science Publishing Society, 1979), pág. 134.

El amor siempre está obrando en la consciencia humana. La consciencia opuesta, el estado depravado, constituye el infierno del pensamiento repulsivo, temeroso, egoísta, limitado, antagónico y apático, que quisiera destruir el gozo. El amor, aun cuando se lo refleje tenuemente, se expresa en cortesía, paciencia, amabilidad. A medida que aumenta en el corazón de cada uno de nosotros, resulta en una compasión más amplia y profunda y en un interés por todos. Cuando se desarrolla más, se convierte en el amor que Jesús nos enseñó a expresar y que es la declaración absoluta de amor dada por la Sra. Eddy en la interpretación espiritual del Padre Nuestro en Ciencia y Salud. Junto a la petición de perdón en la oración, se hallan las palabras “Y el Amor se refleja en amor”.Ciencia y Salud, pág. 17.

La sabiduría nos protege y guía nuestro pensamiento y conversación en encuentros como el que se describe aquí, de modo que nuestras perlas no son pisoteadas. Y esa mañana se ha transformado en un faro que me alumbra en momentos en que siento estocadas de irritación o me siento herida por el comportamiento de extraños y de amigos. Me recuerda que sólo el punto de vista incorrecto, contranatural y desemejante a Dios, ocultaría mi percepción espiritual de la humanidad.

Por esta experiencia he comprendido que mi único ser habita constante y firmemente en un estado de verdadera visión espiritual. ¡Dios, el bien, nos cuida a cada uno de nosotros! Y a medida que nos demos cuenta de que el Amor cuida a todos sus hijos, seremos capaces de compartir pensamientos sanadores con los demás, y manifestar la influencia del bien en todo lo que hacemos.

Cristo Jesús una vez dijo: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo”. Juan 12:32. Tanto esta mujer como yo fuimos elevadas por el Cristo esa mañana de Pascuas. ¿Resucitamos? ¡Sí! Dejamos de buscar en el sepulcro el cuerpo muerto de la experiencia humana, nos elevamos, amamos. Vimos al Cristo viviente, elevándonos por encima del cuadro sombrío de la mortalidad a la luz del nuevo nacimiento espiritual y la resurrección.

Esta experiencia me enseñó la veracidad de esta declaración de Ciencia y Salud: “Millones de mentes sin prejuicios — sencillos buscadores de la Verdad, fatigados peregrinos, sedientos en el desierto — esperan con anhelo descanso y refrigerio. Dadles un vaso de agua fría en nombre de Cristo y jamás temáis las consecuencias”.Ciencia y Salud, pág. 570. El vaso de agua que ofrecemos se convierte en una lluvia de bien e inspiración derramada sobre todos nosotros.

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