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Benevolencia

Del número de septiembre de 1989 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


¡Qué palabra más interesante! Al escucharla se percibe un matiz de ternura y calidez. No obstante, en realidad no podemos permitir que las buenas obras sólo signifiquen algo tierno en el sentido de impracticable, ineficaz o débil. Para hacer el bien se necesitan agallas, ya sea que se trate de un estadista al asumir una posición poco popular o un padre al enfrentar los desafíos que implica mantener una familia.

Hacer el bien significa tener energía. Significa valor moral. Implica ser a la vez fuerte y flexible. El resultado, a menudo inesperado, es que cuando nos esforzamos por poner en práctica lo que esas cualidades significan, adquirimos una fortaleza interior templada por el acero, pero que puede ser tan dulce como la presencia reconfortante y silenciosa de un amigo.

Aun cuando temamos que no somos lo suficientemente fuertes para hacer frente a algún desafío, podemos aprender que hay un poder espiritual al que siempre podemos recurrir. Conozco a una mujer que se sentía agobiada por los tremendos problemas que tuvo que enfrentar cuando sus hijos eran chicos, su esposo quedó sin empleo y su madre estaba muy necesitada. Pero dijo que pudo sobrellevar la situación porque amaba tanto a cada miembro de su familia, que no pudo dejar de hacer todo lo que fuera necesario para superar esos momentos difíciles.

La verdadera benevolencia es sinónimo de amor. Aumenta nuestra fortaleza aun cuando sintamos que se nos agota toda nuestra energía e inspiración. La Sra. Eddy, que enfrentó considerables desafíos en su vida, escribió que sentía una admiración reverente por el amor genuino que, según percibió, era mucho más que una emoción humana: “¡Sobre cuántos miles de mundos tiene alcance y es soberana! Aquello que no se deriva de cosa alguna, lo incomparable, el Todo infinito del bien, el Dios único, es Amor”.Escritos Misceláneos, págs. 249–250. Sin embargo, también observó que amor es la palabra peor interpretada y el sentimiento menos comprendido. Con la palabra benevolencia a menudo sucede lo mismo.

Pero cuando comenzamos a comprender que el amor proviene de Dios y que el poder que sostiene el afecto duradero entre las personas en realidad tiene su origen en Dios, entonces percibimos el amor de una manera totalmente diferente de cuando imaginamos que proviene de cosas humanas, de lo limitado. Es maravilloso ser testigo de lo que sucede cuando la gente actúa movida por la bondad. La acción entonces tiene poder y permanencia, aun en las circunstancias más humildes. Hace algunas semanas, por ejemplo, pasé delante de un grupo de gente sin hogar que se reúne de vez en cuando cerca de mi trabajo. Al acercarme a tres de ellos que estaban parados uno al lado de otro en un día frío, pude escuchar su conversación.

Uno de ellos había reunido suficiente dinero para comprar un plato de comida. Volviéndose a los otros dos dijo: — Tomen, sírvanse, vamos a compartir esto.

— No, cómelo tú — respondieron los otros dos. Pero el primero insistió; quería compartir lo que tenía. Por último, los tres compartieron la comida.

Esta escena me recordó un breve episodio que tuvo lugar cuando Cristo Jesús estuvo en Jerusalén. El observó la generosidad de una humilde mujer que dio todo lo que tenía en contraste con los que eran muy ricos y que sólo daban una pequeña suma. Ver Marcos 12:41–44.

Al escribir sobre el amor, la Sra. Eddy continúa diciendo: “El amor no puede ser una mera abstracción, o bondad sin actividad y poder. Como cualidad humana, el glorioso significado del afecto es más que palabras; es la tierna y desinteresada acción hecha en secreto, la silenciosa e incesante oración; el corazón rebosante, que se olvida de sí mismo; la figura velada que sale a hurtadillas por una puerta lateral para hacer alguna obra piadosa; los ágiles piececitos corriendo por la acera; la mano gentil que abre la puerta para visitar al necesitado y al angustiado, al enfermo y al afligido, iluminando así los lugares oscuros de la tierra”.Esc. Mis., pág. 250.

Cualquier acto bueno, que deriva del entendimiento espiritual de que el hombre tiene un valor innato porque es la creación espiritual de Dios, posee poder divino. Es, en realidad, una fuerza espiritual que comienza a neutralizar el temor y el mal, que causan la enfermedad y el pecado.

En medio del tremendo mal e injusticia que parecen tan evidentes hoy en día, la Ciencia Cristiana tiene la misión crucial de elevar el entendimiento espiritual de que el hombre es bueno porque no puede estar separado de Dios, el Amor divino. No podemos estar separados de Dios, que es el Amor divino, y vivimos por ser el reflejo de ese Amor. Esto es lo que la mujer que cuidaba de su familia pudo demostrar.

Una vez que comenzamos a percibir lo valioso que es el hombre, en razón de su naturaleza enteramente espiritual como reflejo de Dios, empezamos a sentir algo por nosotros mismos y por los demás que no es meramente un sentimiento humano. Tal afecto es evidencia de que Dios y el hombre transcienden la materia. En un sentido muy real, la materia llega a ser lo temporario y mudable; el Espíritu, Dios, se vuelve real; y obtenemos vislumbres de la verdad absoluta de que nuestra verdadera identidad es enteramente espiritual.

A medida que vivimos esta realidad divina como hijos de Dios, comprendemos más a Cristo Jesús. Lo vemos menos como el que hacía milagros y más como un amigo, el amigo a quien seguiríamos dondequiera que fuera, porque sabemos que podemos confiar en él. Empezamos a ver por qué él se preocupaba (por qué la Biblia entera se preocupa) por los débiles y desvalidos, las viudas y huérfanos, los que no tienen hogar y los enfermos, los afligidos y arrepentidos. No sería sorprendente que, en nuestra búsqueda por saber cómo es que la oración científica sana mediante la espiritualización y la cristianización del pensamiento, sintamos que se va desarrollando en nosotros una compasión e interés como jamás habíamos sentido antes. Comenzamos a sentir la hermandad del hombre que no permite que nadie sea denigrado.

Esta experiencia trae presagios de espiritualidad. Una vez que la hemos experimentado, no nos sentimos satisfechos si no luchamos para lograr la espiritualidad total que se basa en la oración y en las buenas obras.

No se sorprenda si llega a sentir que no es posible alcanzar la espiritualidad a menos que la comparta con los demás. Esa es la base de la benevolencia genuina.

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