Estaba en un alojamiento para esquiadores que, en esos momentos, devoraban su almuerzo para pasar la tarde en las pistas de esquí, y no pude evitar oír lo que decían. Algunas de las palabras que usaban eran ofensivas, sobre todo en boca de los niños. Oí que una niña de ocho años, con una chaqueta rosada, exclamaba: “¡Oh, mi Dios, mira esa hamburguesa!”, y su amiga de seis años respondía de la misma manera. Me sentí molesta.
Evidentemente el uso de Dios a modo exclamación se oye a diario, no sólo en las pistas de esquí, sino también en los supermercados, en las escuelas, en las oficinas y en las películas. Es parte del lenguaje contemporáneo corriente. “¿Por qué me afecta tanto?”, comencé a preguntarme. “Todo el mundo lo hace, y, sin embargo, el nombre de Dios es sagrado; es el más importante. Por cierto que no debiera usarse sin pensar”. Reflexioné aún más: “¿Por qué trato el nombre de Dios con reverencia?”
Cuando era niña jamás juraba porque mis padres no me lo permitían, y ellos me dieron un buen ejemplo. No se aceptaban las blasfemias, punto. El asistir a una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana reforzó esas enseñanzas pues aprendí los Diez Mandamientos en la Biblia. Exodo 20, versículo 7, dice: “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano”.
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