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No tomemos el nombre de Dios en vano

Del número de septiembre de 1989 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Estaba en un alojamiento para esquiadores que, en esos momentos, devoraban su almuerzo para pasar la tarde en las pistas de esquí, y no pude evitar oír lo que decían. Algunas de las palabras que usaban eran ofensivas, sobre todo en boca de los niños. Oí que una niña de ocho años, con una chaqueta rosada, exclamaba: “¡Oh, mi Dios, mira esa hamburguesa!”, y su amiga de seis años respondía de la misma manera. Me sentí molesta.

Evidentemente el uso de Dios a modo exclamación se oye a diario, no sólo en las pistas de esquí, sino también en los supermercados, en las escuelas, en las oficinas y en las películas. Es parte del lenguaje contemporáneo corriente. “¿Por qué me afecta tanto?”, comencé a preguntarme. “Todo el mundo lo hace, y, sin embargo, el nombre de Dios es sagrado; es el más importante. Por cierto que no debiera usarse sin pensar”. Reflexioné aún más: “¿Por qué trato el nombre de Dios con reverencia?”

Cuando era niña jamás juraba porque mis padres no me lo permitían, y ellos me dieron un buen ejemplo. No se aceptaban las blasfemias, punto. El asistir a una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana reforzó esas enseñanzas pues aprendí los Diez Mandamientos en la Biblia. Exodo 20, versículo 7, dice: “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano”.

En ese entonces, si bien obedecía esa norma, eso no significaba que la comprendía en todo su valor. Sin embargo, una experiencia que tuve cuando era adolescente me dio cierta idea del significado más profundo de la obediencia y la reverencia. El invocar el nombre de Dios en oración me salvó de un doloroso incidente.

Como vivíamos en Nueva Inglaterra, Estados Unidos, mi hermana y yo podíamos tomar muchas lecciones de esquí. Un día, a pesar de que las pistas estaban tan cubiertas de hielo que casi toda la parte alta de la montaña estaba cerrada al público, tomamos una lección con un instructor particular. Por alguna razón, nuestro instructor estaba de mal humor y agresivo. Insistió en que era tiempo que aprendiéramos a manejarnos en una variedad de condiciones, y nos llevó a esquiar a una pista difícil. De acuerdo con mi pobre juicio, aquello era hielo sólido. El tenía esquíes pesados con bordes filosos. Mi hermana y yo teníamos esquíes más livianos con bordes menos filosos, y ambas sabíamos que nuestros esquíes no eran apropiados para usar en un terreno cubierto de hielo.

El instructor, agachándose bien y hundiendo los bordes de sus esquíes en la pista, comenzó a deslizarse, y parándose a cierta distancia nos exigió que lo siguiéramos. Miré la superficie lisa y resbalosa de la pronunciada pendiente. Ante su impaciente insistencia, comencé a bajar pero, rígida por el miedo, me caí. Con lo resbaloso del hielo y el pronunciado declive, no había forma de controlar la velocidad ni mi estrepitosa caída. En ese momento exclamé: “¡Dios mío!”, y ésa fue mi oración, un esfuerzo profundo y sincero por apoyarme en lo que sabía que había sido siempre mi ayuda. Este nombre “Dios”, rico en significado para mí, representaba el Amor divino, que me había sanado cuando estaba enferma, que había respondido a mis problemas sociales y que me había ayudado en los exámenes. Este “Dios” significaba bondad, seguridad, presencia amada, belleza, Verdad, Espíritu. Este “Dios” significaba omnipotencia; significaba todo para mí.

Al afirmar “Dios, Dios” repetidas veces, casi de inmediato los esquíes, bastones, piernas y brazos que me estaban fallando se alinearon. Al mismo tiempo, mi cuerpo viró hacia un lado, me deslicé sobre un terraplén y fui a parar entre unas ramas de pino. Mi hermana, al ver esto, se quitó los esquíes y caminó con cuidado por la orilla de la pista bordeada de árboles. Descendimos juntas hasta el pie de la montaña, donde me di cuenta de que no había sufrido ningún daño y que sólo mi chaqueta de esquiar se había rasgado un poco.

Ambas aprendimos una lección de cordura y de no someternos a la voluntad obstinada de los demás. Pero, sobre todo, vi con claridad lo que significaba para mí el nombre de “Dios”. Vi por qué nunca había usado Su nombre sin criterio, ni había permitido que se difamara.

¿Qué había sucedido en la pista de esquí? Cuando exclamé “¡Dios mío!”, no fue una expresión normal de sorpresa, irritación, temor o desesperación. Ni siquiera fue una súplica a un Dios “allá arriba” para que bajara a ayudarme. En realidad, fue una afirmación de una ley ya establecida: Dios está siempre a nuestro alcance y Su bien está siempre operando. Mi palabra y mi pensamiento eran uno. Empleé una palabra con sentido. Su uso coincidió con la consciencia del bien, y el bien prevaleció en mi experiencia.

Mi consciencia había cedido ante el ser de Dios, omnipresente, omnipotente y comprensible. Como resultado, el temor desapareció, la tranquilidad y armonía se manifestaron, y la seguridad era evidente. Mi pensamiento, convencido del poder de la oración (aun cuando fuera breve), y teniendo motivos sinceros, reemplazó el temor al desastre con la comprensión del gobierno y tierna presencia de Dios. El resultado fue inevitable, es decir, obtuve la consciencia de la armonía. Ciencia y Salud, el libro de texto de la Ciencia Cristiana por la Sra. Eddy, lo explica así: “Estar ‘con el Señor’ significa obedecer la ley de Dios, estar gobernados absolutamente por el Amor divino — por el Espíritu, no por la materia”.Ciencia y Salud, pág. 14.

Desde esa ocasión, tomar el nombre de Dios en vano nunca ha sido una tentación para mí. Comprendo cómo la obediencia a un mandamiento puede ser una bendición. Necesito que todo lo que se refiera a Dios — incluso Su nombre — signifique algo para mí. Pues lo que El significa es valioso para mí, también valoro mi relación integral y preciosa con Dios; y no quiero hacer mal uso de esta relación descuidadamente. La Biblia dice: “Tu nombre y tu memoria son el deseo de nuestra alma... En ti solamente nos acordaremos de tu nombre”. Isa. 26:8, 13.

A veces necesitamos confiar en la sabiduría de la enseñanza inspirada de la Biblia aun antes de que comprendamos el porqué. Y lo que es realmente importante — ya sea que todos lo hagan o no — es que continuemos practicando lo que enseñan los Diez Mandamientos, que tan a menudo nos traen curación y protección.


Alabaré yo el nombre de Dios con cántico,
lo exaltaré con alabanza...
Lo verán los oprimidos,
y se gozarán.
Buscad a Dios, y vivirá vuestro corazón.

Salmo 69:30, 32

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