Sabemos en nuestros corazones que la religión es fundamentalmente un asunto personal e individual; no es algo que un grupo de personas, ni aun la mayoría, nos puede a la larga imponer; tampoco es algo que hizo el hombre. La religión es de Dios. Proviene de nuestro interior, no de fuera de nosotros. Y toma una forma colectiva sólo cuando aquellos que tienen una convicción similar se reúnen voluntariamente para adorar a Dios.
Es por eso que la gente sospecha instintivamente de las autoridades civiles que están dominadas por una iglesia así como de una iglesia que el estado impone. La idea de que a uno le impongan la religión, simplemente no está en armonía con la libertad, la justicia y el amor que son la esencia misma de la verdadera adoración. La imposición se opone al progreso de la humanidad, progreso que el gobierno y la religión se supone que deben promover. Por supuesto, el gobierno y la religión auténticos no sólo tienen como propósito el progreso, lo tienen por obra. Y no hacen esto tratando de dominarse mutuamente, sino sobre la base de su fuente común y real, que es Dios.
En los tiempos bíblicos, Dios era percibido tanto como el único legislador, quien “regirá las naciones”, así como el Dios altísimo, el más santo, el Santo de Israel. El Salmista aludió a esta naturaleza y coincidencia espirituales de religión y gobierno cuando escribió: “Nuestro rey es el Santo de Israel”. Salmo 89:18.
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