Todo comenzó inocentemente. Una amiga de la universidad a quien admiraba, tenía un libro de astrología y le encantaba descubrir el signo de sus amigos de acuerdo con sus características. Creía que podía reconocer de lejos a alguien de Libra y saber cuándo estaba hablando con alguien de Leo. Era el alma de todas las fiestas.
Un día me ofreció su libro. Pronto llegué a creer que era capaz de descubrir el signo de las personas, al menos, parte del tiempo. Gozaba de cierta popularidad al hablarles sobre ellos mismos.
Luego de un tiempo, me di cuenta de que me identificaba con personas de determinados signos y no me agradaban otras en particular. De hecho, estaba saliendo con alguien cuyo signo no me agradaba. En ese momento debí haber examinado mi pensamiento. Desde pequeña había asistido a una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, donde aprendí que el hombre es el hijo espiritual de Dios y que necesitamos identificar a cada persona como realmente es, como miembro de la familia de Dios. La verdadera individualidad de cada uno es mucho más que una personalidad material con rasgos simpáticos o antipáticos. El hombre de la creación de Dios es Su imagen espiritual, que expresa inteligencia, amor, percepción, gracia, cualidades inherentes a la naturaleza divina.
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