Todos necesitamos confiar, tener algo en qué apoyarnos, algo que nos haga sentir bien dentro de nosotros mismos, algo de qué depender. Por supuesto, sabemos por experiencia que las cualidades espirituales, tales como la inteligencia, la pureza y el amor son dignas de nuestra confianza. En realidad, nada es más confiable que la fuente de estas buenas cualidades, o sea, Dios, quien ama constantemente a toda Su creación.
Pero, ¿qué decir del hombre? ¿No es verdad que a menudo encontramos fácil amar las verdades espirituales pero nos es difícil verlas en nosotros mismos o en los demás? ¿No debiera la creación de Dios, incluso el hombre, merecer también nuestra confianza? El Apóstol Juan nos dice en una de sus epístolas: "Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?" 1 Juan 4:20.
Al contemplar nuestro mundo tal vez no hallemos mucho que sea digno de confianza. Muchas personas puede que respondan en forma negativa a la pregunta: "¿Cree usted en el hombre?" porque han sido ofendidas por otros y han perdido la confianza en la gente. A veces pareciera haber buenas razones para desconfiar. Entre las naciones no siempre se respetan los pactos de paz; entre familiares no siempre se recibe la ayuda que unos a otros se han prometido; en el trabajo no es raro ver intrigas. La confianza, la base para una coexistencia armoniosa, a menudo se pone donde no se debe.
Sin embargo, no es cierto que deberíamos "despedirnos de la esperanza", como dijo una vez el poeta alemán Hölderlin. La Ciencia Cristiana
Christian Science (crischan sáiens) nos muestra que hay una buena razón para abrigar esperanza. Aun cuando hay muchos problemas en el mundo, también hay indicios de que son los esfuerzos honestos e incondicionales que procuran el bien los que están escribiendo el futuro de la humanidad. La compasión por las víctimas del hambre y el resurgimiento de una perspectiva más amplia del mundo, son solamente dos ejemplos.
Al responder a la pregunta: “¿Cree usted en el hombre?”, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy, escribe en su libro La unidad del bien: “Creo en el hombre individual, pues comprendo que el hombre es tan cierto y eterno como lo es Dios, y que el hombre coexiste con Dios, como idea eternamente divina”. Pero luego añade que cree “menos en el pecador, impropiamente llamado hombre”. Unidad, pág. 49.
Su respuesta indica que el hombre incluye mucho más de lo que quizás jamás hayamos pensado, y que este “más” es esencial para nuestro concepto del hombre y para nuestra confianza en Dios y en el hombre. El hombre, como la Ciencia Cristiana lo revela, es el hijo mismo de Dios, Su reflejo, perfecto, espiritual y bueno, totalmente aparte del concepto acerca del hombre como pecador y mortal. El hombre refleja completamente la bondad de Dios, “como idea eternamente divina”. Y la Biblia nos dice: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios”. Rom. 8:16.
Sabemos que somos hijos de Dios porque “el Espíritu de Dios” al cual se refiere la Biblia, está revelándonos constantemente nuestro linaje con El. En efecto, Dios es Espíritu divino que llena todo el espacio, como Cristo Jesús enseñó. Dios es Amor divino que otorga todo el bien. Dios es Verdad divina, la fuente de la realidad. Las enseñanzas de Jesús muestran cabal y prácticamente cómo escuchar mejor a Dios, nuestro Padre y Madre.
A medida que aprendemos a confiar en Dios para que nos revele qué son realmente El y el hombre, comenzamos a comprender que todo el bien está presente en todas partes, y que el hombre, la idea del Amor, jamás puede estar separado del Amor. Aunque en la vida diaria a veces parecieran presentarse muchas circunstancias contradictorias a esta verdad espiritual fundamental, la Ciencia Cristiana nos muestra cómo el sentido espiritual nos capacita para discernir la presencia y la bondad de Dios dondequiera que nos encontremos.
Una experiencia que tuve me obligó a enfrentarme más detenidamente que antes con mi concepto acerca del hombre. Me sentí fuertemente tentada a abandonar mi confianza fundamental en Dios y en el hombre de Su creación — en el bien en general — cuando presencié un doble homicidio perpetrado en frente de nuestra casa.
Al comienzo, la experiencia pareció ser algo de película, su crueldad era tan irreal y más allá de toda imaginación o explicación. Aun cuando mediante una devota oración mi convicción de la Vida eterna como la realidad del ser fue restaurada, en los días siguientes poco a poco y de continuo comencé a sentir el impacto de lo ocurrido. En mi actitud externa me esforzaba lo mejor posible por continuar siendo como siempre. No obstante, me costaba prestar atención a los temas abordados en reuniones en las que tomaba parte, y no podía liberarme de un extraño sentido de inquietud. Esto fue especialmente fuerte cuando tuve que preparar en la estación de policía los informes necesarios como testigo. Descubrí que realmente tenía que orar aún más.
Orando y examinándome a mí misma finalmente encontré la razón más profunda de mi inquietud: mi confianza en la bondad del hombre en general había sido fuertemente desafiada. Al igual que todos, necesitaba confiar, y traté de encontrar nuevamente una razón para ello. Al estudiar la Lección Bíblica en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana encontré este notable pasaje en Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras por la Sra. Eddy: “Debiéramos consagrar nuestra existencia, no 'al Dios no conocido', a quien adoramos 'sin conocerle', sino al arquitecto eterno, al Padre sempiterno, a la Vida que el sentido mortal no puede perjudicar ni la creencia mortal destruir”.Ciencia y Salud, pág. 428.
Las palabras sentido mortal y creencia mortal me causaron un gran impacto. Percibí en ese momento de clara iluminación que la destrucción es una creencia impersonal que se aferra a la debilidad y materialidad del hombre. No obstante, el hombre, la imagen pura e inocente del Amor, es siempre el hijo de Dios. Vi que no hay otro hombre. El hombre mortal, como la Sra. Eddy lo define, por cierto que es “impropiamente llamado hombre”, porque el hombre de la creación de Dios nunca puede ser víctima o perpetrador de un homicidio.
Mi paz fue restaurada y el cuadro mental del trágico acontecimiento, que constantemente me venía al pensamiento, fue borrado. Mi confianza en Dios y en Su creación fue restaurada. Me encontré liberada. No pasé por alto lo ocurrido, sino que mi convicción de la bondad de Dios y del hecho de que el hombre es por cierto bueno por ser la imagen de Dios, fue vivificada.
Más tarde supe que después del crimen el asesino se fue a entregar a la policía. Quizás esto haya sido un signo inicial de arrepentimiento. En lo que a mí respecta, aprendí que nuestro mundo necesita de nuestras oraciones, de nuestro valeroso reconocimiento de la presencia de Dios, y de nuestra confianza en Su bondad.
Esta renovada comprensión de que la realidad espiritual es la única base valedera para abrigar confianza, me ayudó en varias circunstancias en los meses siguientes. Por ejemplo, en cierta ocasión en que estaba trabajando con una persona en un proyecto muy importante, de pronto sentí muy vívidamente que había cometido un error al elegir a tal persona para trabajar conmigo. Pero orando más sobre el asunto vi que tenía que rechazar esta sugestión y reafirmar que había tomado la decisión bajo la dirección de Dios.
Calmadamente me prometí a mí misma confiar en la bondad inherente al hombre, ver la pureza del ser verdadero que pertenece a cada uno. Desde ese momento nuestro trabajo juntos se desarrolló armoniosamente. Encontré que cuando prevalecía en mis pensamientos la naturaleza verdadera y espiritual del hombre y la bondad que el hombre deriva de Dios, entonces nuestro enfoque a lo que había que abordarse en nuestro trabajo era tranquilo y razonable y las cualidades espirituales, que antes habían parecido ocultas, se manifestaban.
Otras experiencias con familiares y amigos me mostraron también que el amor no es una carga, sino una fuerza liberadora. A veces necesitamos sacrificar el concepto material que abrigamos acerca de alguien, y esto podemos hacerlo mediante la dirección del Amor divino. Cuando confiamos en Dios para que gobierne nuestra vida, las relaciones humanas se espiritualizan y estabilizan, y la armonía se manifiesta en nuestras actividades diarias.
Dedicándonos a conocer mejor a Dios, el Amor, llegamos a conocer mejor al hombre, el hijo del Amor. El confiar en Dios nos permite confiar en el hijo de Dios: ver al hombre constantemente como espiritual y perfecto. Mas esto requiere no solamente la visión espiritual respecto a la nobleza e inocencia del hombre, sino también un activo rechazo de todo lo que sea desemejante al Amor, o el bien.
Por supuesto, no podemos dejar que nuestra pureza e inocencia se mezclen con falta de cautela, porque esto nos haría vulnerables como pequeños corderos que vagan de un lado a otro sin saber que el lobo está escondido detrás del próximo árbol. Pero la comprensión de que la pureza y la inocencia están protegidas y mantenidas por Dios va mano a mano con el reconocimiento de que los elementos del mal, tales como la astucia y la depravada voluntad humana, no tienen nada que ver con la verdadera inteligencia porque no derivan de Dios. Este reconocimiento desarrolla la sabiduría que hace al lobo inofensivo, y es una protección natural contra el peligro. Vemos que el mal, o la “creencia mortal”, no tiene vida, ni inteligencia, ni herramientas para actuar, ni mente para planear nada o para llevar a cabo nada contra el amado de Dios. ¿Y quién es el amado de Dios? Todos somos Sus preciosos hijos.
Aprendiendo que el Amor, Dios, es también Principio, nuestra falta de cautela o nuestra desconfianza cede a la pureza. ¿No es esto acaso lo que Cristo Jesús quiso decir cuando dijo: “Sed, pues, prudentes como serpientes, y sencillos como palomas”? Mateo 10:16. Prestando atención a esta advertencia, nos veremos menos tentados a confiar en el sensacionalismo, o a ser apáticos o incautos; nos mantendremos alerta cuando sea necesario, y nos sentiremos seguros cuando sea apropiado. También nos encontraremos bien preparados para vencer cualquier situación que trataría de hacer creer que el mal es la voluntad de Dios: el mal ¡que es el antípoda de la Vida divina!
Confiando en el gobierno de Dios en cada circunstancia de nuestra experiencia diaria, sentimos más y más que Su reino está al alcance de la mano. Esto nos fortalece para mirar de manera más profunda a nuestro mundo, porque Dios nos ha prometido a todos: “Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos”. Salmo 32:8.
Con esta clara percepción descubrimos a los hijos de Dios aquí mismo en medio de nuestra familia, de nuestra iglesia, de nuestro vecindario. Agradezcamos porque no tenemos que aceptar nada que mancille la perfecta creación de Dios, y confiemos en nuestro querido Padre-Madre Dios para que nos guíe, como el salmo nos promete que El lo hará. Esta obediencia nos aporta una razón convincente para continuar confiando en el hijo de Dios: el precioso hecho de la eterna presencia del Amor divino.
