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La sonrisa de mi hermano

Escrito para Asuntos de Familia

Del número de mayo de 1991 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Habia Regresado A mi pueblo natal para ayudar a mi madre a que se preparara para mudarse a una nueva casa. Mientras estaba allí, también quería hacer todo lo que estuviera a mi alcance para apoyar a mi hermano, que estaba atravesando por una difícil situación financiera a causa del fracaso de una compañía de construcción. Yo no podía ofrecerle ayuda financiera o consejo, pero sentí que podría ofrecerle apoyo moral, y mi amor de hermana.

Hay un poco de historia tras esa frase “amor de hermana”. Durante algún tiempo yo había tenido que esforzarme por mantener buenas relaciones con mi hermano y su esposa. Ellos viven en forma muy diferente de la mía, y a veces han dicho cosas que me han dolido. Pero yo me preocupo por ambos, y me doy cuenta de que valoro la relación, por más difícil que haya parecido a veces.

Mientras estaba en casa de mi madre, hice un viaje especial en automóvil para visitarlos, y mi cuñada hizo un comentario que me hirió. Me parecía completamente inmerecido, especialmente teniendo en cuenta mis esfuerzos por ser afectuosa. En medio de la noche me desperté muy perturbada por su comentario. Comencé a orar en silencio, pidiendo a Dios que me ayudara. No quería sentirme tan herida y enojada.

Un pasaje de Salmos dice: “Claman a Jehová en su angustia, y los libra de sus aflicciones”, y yo creo que esto es así.

Deseo mencionar algo sobre la respuesta a la oración: me he dado cuenta de que con mucha frecuencia las respuestas me sorprenden al presentar una idea o una nueva forma de pensar.

Aquella noche, cuando mi pensamiento se serenó, comencé a ver otro aspecto de la angustia en nuestra relación. Me di cuenta de que yo tenía una actitud arraigada hacia mi cuñada. Por alguna razón, desde el día en que se casó con mi hermano la familia no la aceptó completamente. Esto ya había cambiado para algunos miembros de la familia, ¡pero no para mí!

Entonces comprendí que lo que me estaba haciendo sufrir no era realmente lo que me había dicho mi cuñada, sino mi actitud negativa, que había aceptado siendo joven y había mantenido a través de los años sin cuestionarla. Desde ese momento, en medio de la noche, comencé a orar para amar a mi cuñada sin reservas. Analicé los momentos que pasamos juntas para percibir el amor genuino que había formado parte de nuestra relación, y para enfrentar y desechar en mi pensamiento mi silenciosa desaprobación.

Muchas veces me había preguntado por qué los problemas con los parientes políticos generalmente parecen presentar tan grandes desafíos. Por supuesto, cuando dos familias se unen por medio de un matrimonio, las personas pueden tener antecedentes muy diferentes. Nuestros hábitos, creencias y prácticas más preciados pueden ser escrutados en forma desfavorable. Todos deseamos que los demás puedan aceptarnos tal como somos.

Pero por su naturaleza misma, las relaciones humanas son complejas. Mientras aceptemos la premisa de que quienes se relacionan son personas incompletas, tratando de darse amor y felicidad unos a otros, habrá lugar para que se presenten conflictos.

¿Debemos simplemente sufrir por la inevitabilidad de tales conflictos? Quizás hasta parezca que Cristo Jesús no abrigaba muchas esperanzas de resolver problemas de relaciones familiares. En Mateo hace una declaración bastante sensacional: “Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra”. Esta afirmación no concuerda con otras enseñanzas de Jesús, como para pensar que él toleraba las disensiones familiares, ya que también aconsejó: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, y “orad por los que os ultrajan y os persiguen”. Entonces llegamos a la conclusión de que Jesús estaba diciendo que la primera lealtad es el amor al Cristo, y la obediencia a la ley espiritual es aún más importante que los lazos familiares.

Partiendo de esta conclusión, podemos sentirnos dispuestos a adherirnos al punto de vista de Cristo de amar a Dios y a Su idea por sobre todas las cosas. Nuestra responsabilidad, por lo tanto, es no aceptar que las dificultades en las relaciones familiares sean imposibles de resolver. Podemos examinar nuestro propio pensamiento para sanar todo lo que impida que haya armonía. Quizás nunca seamos capaces de cambiar los hábitos profundamente arraigados o la hostilidad de otra persona. Pero examinándonos a nosotros mismos, arrepintiéndonos y reformándonos a través del Cristo, podemos cambiar nuestro concepto limitado de Dios y Su familia de ideas, y de esta forma encontrar paz. A su vez, esto muchas veces ayuda a llevar paz a otros.

Alguien quizás diga: “Usted no conoce a mi pariente política. Un santo no podría tratarla”. Nadie dice que la regeneración espiritual es fácil; simplemente que es posible.

Uno de los puntos más importantes es que nosotros no estamos para aislar y corregir lo que está mal en un pariente o en nosotros mismos. Nuestros esfuerzos pueden sacar a luz cosas que se necesitan sanar, como en mi caso. Pero nuestra verdadera tarea es reconocer la relación de los hijos de Dios — ya establecida — amorosa, genuina, pura y libre de conflictos. Obviamente no podemos pretender que se manifieste esta relación si está basada en un punto de vista humano limitado. Debe venir del reconocimiento de la relación del hombre con Dios, como Padre, y nuestras mutuas relaciones con los demás como hermanos y hermanas.

Un elemento esencial de la curación es la disposición a aceptar el bien como natural y rechazar como falso todo lo que sea inarmónico en una relación. Esto es aplicable incluso a lo que parece tan profundamente arraigado que es como si formara parte del carácter de alguien.

Muchas teorías psicológicas y de la teología ortodoxa consideran que los malos rasgos de carácter están sólidamente arraigados, y que el pecado es una parte real de nuestra naturaleza, imposible de cambiar. Pero las enseñanzas de Cristo Jesús contradicen esta conclusión. Tenemos constancia de dos ocasiones en que dio indicaciones a la gente para que no pecaran más. Cuando dijo “no peques más”, acaso ¿no estaba afirmando la rectitud del carácter libre de pecado? Difícilmente Cristo Jesús hubiera requerido que alguien dejara de expresar un buen rasgo de carácter que por derecho le pertenece.

A medida que nuestra oración, nuestro sincero deseo de lograr curación, se hace menos egoísta, saldrán a luz con toda claridad creencias que bien pueden sorprendernos: apego personal excesivo, egoísmo, temor, dominación o manipulación. Ya sea que aparezcan como de él, de ella, o míos, son expuestos con el solo propósito de ser privados de identidad. Son errores de la mente mortal, no de una persona, y como tales son destruidos por la presencia de la Mente única, que actúa como consciencia individual.

Al reconocer esta totalidad de Dios alcanzamos el progreso genuino que lleva a la curación. Cuando comienza la regeneración espiritual, los pensamientos inaceptables y pecaminosos salen a la luz. Por cierto que eso fue lo que me sucedió a medida que fui descubriendo pensamientos carentes de afecto hacia mi cuñada. Correspondió a lo que la Sra. Eddy describe como el primer paso hacia la regeneración. En una recopilación de sus escritos titulada Escritos Misceláneos, ella comenta: “El bautismo de arrepentimiento es por cierto un penoso estado de la consciencia humana, en el cual los mortales adquieren severos conceptos de sí mismos; un estado de ánimo que rasga el velo que oculta la deformidad mental”.

Cuando alcancemos la claridad del pensamiento purificado, nuestro punto de vista humano cambiará considerablemente. Quizás descubramos que está surgiendo una relación básicamente buena con un pariente político. Quizás sintamos un nuevo aprecio por el enriquecimiento que significa un aporte étnico o cultural de algún miembro de la familia; podemos estar preparados para aprender de un familiar; o simplemente podemos comprender que nada de lo que otro pueda hacer o decir es capaz de quitarnos nuestro gozo. De cualquier forma en que se manifieste la curación de las tensiones, encontraremos que nosotros y nuestra familia estamos sobre una base más firme, más serena.

Antes de regresar a mi casa, hice otra visita a mi hermano y a mi cuñada. El aire estaba especialmente fresco, y el cielo profundamente azul. Aun antes de ver a mi cuñada sentí que todo rencor se había disipado. Mi hermano irradiaba sonrisas; una pequeña emergencia doméstica acababa de solucionarse. ¿Qué me había dicho mi cuñada que me había herido tanto? Lo he olvidado completamente.

Pero siempre recordaré aquel día, el brillo del sol, el cielo azul, el cálido abrazo de mi cuñada, y la sonrisa de mi hermano.

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