Hoy En Dia, los logros personales a menudo son elogiados públicamente. La gente parece disfrutar cuando se entera de personas que han hecho mucho dinero y han llegado a la cumbre de su profesión mediante cualquier recurso que consideraron necesario. Pero la otra cara más sombría de la moneda muestra que muchos inversores de empresas que amasaron enormes fortunas en la década de los 80, se han vuelto víctimas de su propio éxito; ahora se encuentran profundamente sumergidos en deudas y sus companías están en quiebra. Otros personajes, a quienes los medios de comunicación dieron fama, han caído del pináculo y ahora enfrentan penas de prisión por sus actividades ilegales.
Días pasados encontré un libro de las fábulas de Esopo que me había encantado cuando era niña. Al hojearlo me encontré con una de mis preferidas “La lámpara” que, para mí, encierra una moraleja que es tan contemporánea hoy como en el futuro. Se trata de una lámpara de aceite encendida que daba una luz clara y constante. Pronto comenzó a henchirse de orgullo y a jactarse de que brillaba más que el sol. En ese mismo momento, una ráfaga de viento la apagó. Alguien la encendió nuevamente y dijo: “Simplemente permanece encendida; no te preocupes del sol. Ni siquiera las estrellas necesitan volver a ser encendidas como te sucedió a ti ahora”.
Quizás la lección que enseña esta fábula hoy en día es que la vanidad y el orgullo socavan fácilmente nuestro trabajo cuando el motivo es la vanagloria. El logro personal es vulnerable al azar y al fracaso a menos que comprendamos algo del bien constante que tiene su origen en Dios.
La vida de Cristo Jesús nos proporciona un modelo de la bondad de Dios. Es el más grande maestro y sanador que el mundo haya conocido jamás. Y, sin embargo, su carrera no se puede evaluar correctamente de acuerdo con las normas del mundo, porque eclipsa todo logro humano. El éxito de Jesús reside en la humildad que resulta de entender que el hombre espiritual es la semejanza de Dios y no puede hacer nada por sí mismo, porque él es, en realidad, la expresión de Dios, el reflejo del Amor divino.
A través de los relatos de los Evangelios vemos que la vida del gran Ejemplo estuvo siempre estrechamente asociada con la luz. Jesús dio testimonio de la Luz, que es Dios. Reveló la filiación del hombre con el Padre.
Jesús demostró a sus discípulos — y esto definitivamente incluye a todo seguidor devoto — que en realidad cada uno refleja la luz del Cristo. El dijo: “Vosotros sois la luz del mundo”. Nos enseñó que a medida que dejamos que brille nuestra luz al seguir su ejemplo realizando “buenas obras” de curación, glorificamos a nuestro Padre. El orgullo o la vanidad se elimina cuando nos damos cuenta de que no podemos brillar por nosotros mismos, porque en verdad somos el reflejo de la inteligencia y el amor de Dios.
Mary Baker Eddy explora este tema del reflejo en sus obras sobre el cristianismo científico. En un escrito titulado “Piedras fundamentales” en su libro Retrospección e Introspección, muestra que para obtener curación espiritual es esencial entender el término reflejo. Ella escribe lo siguiente: “El hombre brilla con luz prestada. Refleja a Dios como su Mente, y este reflejo es sustancia — la sustancia del bien”. El hombre como semejanza de Dios nunca actúa por sí mismo; refleja la bondad, gracia y habilidad de Dios, la Mente divina.
Podríamos decir que la quietud de la humildad y la luz de Cristo son fundamentales para probar que el hombre es el reflejo de Dios. El valorar las cualidades del Cristo de humildad, amor y verdadera espiritualidad, y procurar que nuestros pensamientos y nuestra vida concuerden con la ley divina, nos ayudan a identificarnos como la semejanza de Dios. Al reconocer que la única Mente es nuestra por reflejo, encontramos que la verdadera sustancia del bien se manifiesta en nuestra vida. La luz que reflejamos no puede ser apagada por una “ráfaga de viento” — por la casualidad, accidentes u opiniones humanas — porque la luz tiene su origen en Dios.
Cristo, la Verdad, al eclipsar la oscuridad de la mortalidad y el temor, trae curación y redención a la vida de todos. Una amiga mía tuvo que hacerse radiografías antes de emigrar a otro país. Fue al hospital local, pero el radiólogo no quedó para nada satisfecho con el resultado de las placas. Estas mostraban una “nubosidad” en los pulmones, según sus propias palabras. Envió a mi amiga al hospital del condado, para que se hiciera nuevos exámenes.
Mi amiga pidió a una practicista de la Ciencia Cristiana que orara con ella. Oraron para obtener un entendimiento más profundo de la verdadera naturaleza del hombre espiritual como imagen perfecta de Dios. La practicista recomendó a mi amiga que leyera un versículo del libro de Exodo que da una vívida ilustración del término reflejo. Describe lo que Moisés y los ancianos de Israel discernieron cuando fueron al altar que habían edificado para Dios: “Y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno”.
La practicista y la mujer sintieron que este versículo describía la sustancia y la claridad del ser de Dios. Comprendieron que el hombre es la imagen de Dios y refleja la sustancia del Alma. La frase bíblica “semejante al cielo cuando está sereno” significó mucho para ellas, y vieron que en realidad no hay nada que nuble el reflejo espiritual cuando el pensamiento es transparente a la Verdad. Pronto el temor de mi amiga desapareció y se sintió confiada en el resultado. Un examen posterior confirmó que estaba libre de enfermedad.
Cuando reconocemos que de hecho somos el reflejo de Dios, no seres materiales, y que no podemos hacer nada por nosotros mismos puesto que reflejamos constantemente la luz de la Verdad, cada uno de nosotros resplandecerá con una luz cada vez más brillante y continua. Dios, la Mente divina se expresa en bondad, pureza y salud, y reflejamos Su gloria.
