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El resplandor del reflejo de la luz

Del número de marzo de 1992 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Mientras Haciamos Un repaso antes de un examen de ciencias, le pedí a mi clase de sexto grado que mencionara algunas de las diferencias que existen entre una estrella y un planeta. Un alumno respondió que una estrella brilla con luz propia mientras que un planeta brilla por reflejo.

Las palabras brilla por reflejo me llamaron la atención. Recordé una declaración que la Sra. Eddy hizo en una carta dirigida a una iglesia. La carta está incluida en Escritos Misceláneos. Ella dice: “Dejad que vuestra luz refleje Luz”. Fue un mensaje que en una ocasión me ayudó a recordar que aunque yo, como imagen y semejanza de Dios, reflejaba toda la luz o bondad de Dios, Dios continúa siendo la única fuente de esa luz. Así que la luz espiritual nunca podría faltarme ni disminuir porque esa luz no dependía de mí sino de Dios, el Amor divino, para brillar eternamente.

Al recordar esta lección pensé que a menudo tendemos a olvidar que nosotros, como los planetas, brillamos por reflejo. Al creer que somos tanto creadores como parte de una creación material, comenzamos a sentir que somos personalmente responsables de cada cosa buena que hacemos.

Pero Cristo Jesús nos mostró que Dios es la fuente de todo bien, cuando le dijo a alguien que lo admiraba: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios”. Jesús nunca pretendió brillar con luz propia sino que declaró que dependía de su Padre para todas las cosas. Sus enseñanzas iluminan la verdad de Dios en un mundo oscurecido por las creencias materiales. A través de su ejemplo vemos cómo el Cristo, la Verdad, cambia todo lo que toca, revelando la perfección espiritual de Dios y el hombre.

Reflejo significa “imagen en el espejo”. Sólo tenemos identidad como reflejos de Dios. Pero este estado del ser no nos disminuye. Dios es el ser infinito, omnipotente y omnisciente. Reflejar a Dios, expresar todo el bien que emana de Dios, no es tarea sencilla, pero le da al hombre una individualidad espiritual e ilimitada.

La creencia humana afirma que procedemos de la materia, que somos el producto de dos mortales materiales. Se dice que todo lo que somos y todo lo que alguna vez esperamos ser, depende de esta herencia material, tanto del cuerpo como de la mente. Si aceptamos este punto de vista limitado sobre nuestro origen, expresamos las características físicas y mentales de nuestros padres y antepasados, inclusive sus diferentes enfermedades y defectos.

Sin embargo, la Ciencia Cristiana está en desacuerdo con la creencia de que la materia es el origen de la identidad. Al reconocer que Dios, el Espíritu, es el origen de todo lo que existe en la creación, nuestro concepto sobre lo que constituye al hombre y sus aptitudes se amplía en forma significativa. Puesto que Dios es Espíritu, el hombre, la semejanza de Dios, debe ser espiritual y no material. Pero esto no se detiene aquí. El Espíritu es inmortal; por lo tanto, la semejanza del Espíritu también debe ser inmortal. El Espíritu es la Mente infinita. Por lo tanto, el hombre debe ser semejante a la Mente. Debe reflejar todas las cualidades del bien de que está compuesta la perfección.

Al hombre no le puede faltar ni una sola de las cualidades de Dios. Si le faltara una cualidad, el hombre no sería el reflejo completo de Dios. A medida que vamos comprendiendo cada vez más la verdad de este hecho, las fallas y limitaciones de la existencia material se superan. Descubrimos que nuestra plenitud espiritual existe allí mismo donde habíamos dado por hecho que existían limitaciones materiales. El aceptar la verdad de nuestra perfección espiritual nos permite avanzar y sobresalir en todo tipo de iniciativa, debido a que sabemos que la fuente de cada cualidad que expresamos, y que somos capaces de expresar, es Dios.

En Escritos Misceláneos leemos: “La vida de grandes hombres y mujeres es un milagro de paciencia y perseverancia. Cada astro en la constelación de la grandeza humana, como las estrellas, resalta en la obscuridad para brillar con la luz reflejada de Dios”.

Cada uno de nosotros puede reflejar la luz de la Verdad de una manera que le es propia, de una manera única. No tenemos que luchar por ser la imagen y semejanza de Dios; solamente tenemos que recordar que lo somos. Entonces, cualquiera sea la dirección en que nos conduzca nuestro sendero, no estaremos limitados por creencias anticuadas que pretenden impedir nuestro progreso. Al reconocer a Dios como nuestra fuente eterna, podemos ayudar a iluminar al mundo entero.

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