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“Sólo quería que todos me quisieran”

Del número de marzo de 1992 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Asisti a una escuela particular desde el jardín de infantes hasta el primer mes del sexto grado. Fue una época muy feliz para mí. Mis compañeros de clase y yo éramos buenos amigos; quería a mis maestros y me gustaban mis clases. Todo era bastante idílico, hasta que...

Mi papá decidió que debía ir a una de las escuelas públicas de la localidad. Tenía una excelente reputación académica y, a diferencia de la escuela particular, era gratuita. Mi papá ya estaba pensando en enviar a dos hijos (yo tenía un hermano mayor) a la universidad. Ese momento parecía una buena oportunidad para empezar a ahorrar en serio.

Yo comprendía eso. Lo que no me gustaba era cambiar de escuela después de haber empezado el año escolar. Sabía que iba a ser un cambio difícil, pero no me hallaba preparada para lo que podía definirse como incomodidad extrema.

Yo estaba muy consciente de mí misma; sólo quería que todos me quisieran. De hecho esperaba que me quisieran. ¿Por qué no iban a quererme? Bueno, entre otras cosas, me presenté usando calcetines con puños (nadie más en toda la clase los usaba), una vincha en la cabeza (lo mismo pasaba con la vincha), y un vestido diez centímetros más largo que el de las demás chicas. Podían muy bien haberme colgado un letrero diciendo “Marciana”.

Cuando los chicos me preguntaban acerca de mi religión, o bien no habían oído jamás de la Ciencia Cristiana o creían que era yo de esa gente “que no creía en los médicos”. Les aseguré que yo creía en los médicos; es decir, sabía que existían y que querían ayudar a la gente. Simplemente, nunca recurría a ellos. Esto no sirvió de nada. Sencillamente no podían comprender cómo era que yo confiaba en la oración para sanarme. El letrero ahora decía “Marciana rara”.

Con el correr del tiempo la situación empeoró. Durante los tres años siguientes me fastidiaron, ignoraron o humillaron todos los días. De nada servía que pidiera volver a mi antigua escuela. Y, de alguna manera, yo sabía que esa no era la solución tampoco. La escuela era muy buena; y las clases interesantes. Yo quería quedarme. Así que decidí que simplemente tenía que sanar a todos mis compañeros de clase. Después de todo, el problema era de ellos, no mío. ¿No es así?

No. Ellos no parecían creer que tenían un problema. Todos estaban muy contentos odiándome y burlándose de mí. Pasaba mucho tiempo en mi cuarto después de las clases, algunas veces orando, algunas veces llorando, y algunas veces leyendo la Biblia y Ciencia y Salud por la Sra. Eddy. Un día encontré una declaración en Ciencia y Salud por la Sra. Eddy que parecía estar escrita para mí; empezaba: “¿Sería la existencia sin amigos personales un vacío para vosotros?” (Sí, pensé, ¡lo es!) El pasaje continúa: “Llegará el tiempo, entonces, en que os encontraréis solitarios, sin que nadie se compadezca de vosotros; mas ese aparente vacío ya está colmado de Amor divino”.

Durante ese tiempo empecé a tener severos calambres estomacales. Algunas veces eran tan graves que tenía que salir de la sala de clase. Esos ataques ocurrían en cualquier momento y en cualquier parte, pero eran más aflictivos cuando estaba “sola” en la escuela. Cada vez que los tenía, recurría a Dios en procura de ayuda y mentalmente repetía “la exposición científica del ser” que se halla en la página 468 de Ciencia y Salud y empieza así: “No hay vida, verdad, inteligencia ni sustancia en la materia. Todo es Mente infinita y su manifestación infinita, porque Dios es Todo-en-todo”. Por lo general, cuando llegaba al final de la exposición, el dolor pasaba.

Entonces un día me dio un dolor de estómago muy agudo durante la clase de historia. Pude excusarme y así estar a solas y orar. Comprendí que no podía simplemente “decir las palabras” que la Sra. Eddy había escrito, como si ellas fueran una fórmula mágica, y esperar curación. No obstante, podía esperar curación porque las palabras que estaba diciendo eran verdaderas. De hecho, yo no era material, sino espiritual, y así eran todos los demás. La exposición no me convertía en algo que yo no hubiera sido antes; me recordaba lo que realmente soy, y afirmaba los hechos de la naturaleza perfecta del hombre establecida por Dios. Ese fue el final de los dolores de estómago. El temor de que volvieran también desapareció, a medida que obtenía cada día como un impulso espiritual en mi confianza en Dios. Estaba empezando a ver que el vacío, o sensación de futilidad que yo llamaba mi vida, estaba lleno de Amor divino, y de curación.

En esa misma época también me afilié a La Iglesia Madre. Tenía la sensación de que pertenecía a algo maravilloso, permanente y bueno. Pero tenía que preguntarme: ¿Era mi razón de afiliarme sólo para ver qué podía hacer para mí, para que yo pudiera pertenecer a algo? ¿No entrañaba eso dar algo también? Las curaciones físicas que mi familia y yo habíamos experimentado eran pruebas de que Dios es el bien y que nada podía separarme del bien. ¿Si esto había sido verdad antes, acaso no era verdad aun ahora, sin importar dónde fuera a la escuela?

Empezó el octavo grado escolar, y nada había cambiado mucho con mis condiscípulos. Un día me golpearon en el gimnasio de las chicas, y después me golpearon en el estómago sin ninguna razón mientras caminaba por el corredor.

Llorando recurrí a Dios como nunca antes. “Sólo quiero que me quieran”, imploré. Y luego me vino el pensamiento: “¿Por qué? ¿Por qué quieres que te quieran? ¿Realmente los quieres a ellos?

Por supuesto que no, pensé. ¿Por qué debía quererlos? Son malos conmigo, me hacen burla, ¡hasta me pegan! Entonces recordé algo que Cristo Jesús dijo a sus seguidores. Dijo: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen”.

¿Amaba yo a mis condiscípulos? No, si pensaba que eran odiosos y tenían prejuicios. No, si mi único interés era que ellos me quisieran. Esa tarde leí nuevamente el pasaje de Ciencia y Salud acerca de los amigos. Esta vez vi algo diferente. Me pareció que la Sra. Eddy no estaba diciendo que estaba mal tener amigos. Era ese sentido posesivo y personal de “mis” amigos que necesitaba someterse a un sentido más profundo y mejor de lo que es realmente el amor. Empecé a ver que ser afectuoso significaba mantener mis pensamientos centrados en Dios en lugar de en mí misma. Había pasado la mejor parte de los tres años pensando sólo en mí misma. Esa manera de pensar tenía que cambiar, y sabía que podía cambiar, ¡y enseguida!

Ese fue el comienzo de mi curación. Desde ese día en adelante, realmente oré para simplemente amar: a chicos y chicas, a la escuela, a todo y cualquier cosa que viera. Y cuanto más amé, tanto más me sentí amada. Porque todo amor verdadero viene de Dios, y Dios siempre está amando a Su expresión, el hombre. Pronto todo el acosamiento terminó. No de la noche a la mañana, pero terminó. Todos expresamos respeto mutuo. Una chica incluso me dijo: “No me explico por qué fuimos tan malos contigo todos esos años”. Y realmente aprecié eso, pero no tuvo para mí tanto significado como lo que estaba empezando a aprender acerca de la verdadera naturaleza del amor. Siempre está presente porque Dios siempre está presente, pero sólo lo sentimos cuando lo expresamos. Si Dios es Amor, entonces Dios es la fuente y condición de todo amor verdadero, y el hombre, Su semejanza, es inseparable del Amor.

Al año siguiente, empecé la escuela secundaria. ¡Era maravilloso! Nuevos desafíos, nuevos amigos. Y ¿qué se imaginan? En mi segundo año de secundaria fui transferida a otra escuela en un país diferente debido al trabajo de mi papá. Pero ya había aprendido mi lección. El cambio fue fácil; los chicos y chicas eran maravillosos.

¿Por qué? Porque yo simplemente los amaba.

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