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Encontremos la Lux

“Si tan sólo pudiera aprender algo del amor con que Jesús amaba...”

Del número de julio de 1992 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


¿A quién no le vendría bien tener más luz?, ¿más claridad en momentos de duda? Y si estamos en medio de nuestra propia búsqueda de luz, a veces ayuda oír las experiencias de otros que están encontrando que “resplandeció en las tinieblas luz”, como lo describe el Salmista. Esta columna publica algunas experiencias que pueden ser útiles para los que están buscando nuevas respuestas. Los relatos son anónimos, para que los autores tengan la oportunidad de expresarse libremente sobre su anterior estilo de vida y sus pasadas actitudes que pueden haber sido considerablemente diferentes de los que ellos actualmente valoran. Fue necesario condensar el tiempo en la narración de estas experiencias, las que no intentan contar una historia completa, sino que muestran algo de la amplia gama de buscadores y el camino por el cual la luz del Cristo, la Verdad, restaura, redirige y regenera vidas.

Las Circunstancias Por las cuales la gente recurre a Dios con una devoción más profunda, varían en gran medida. En mi caso, acababa de regresar del consultorio de mi médico, quien me había dicho que los síntomas de aborto que me estaban aquejando probablemente resultarían en la pérdida del bebé, un hijo que tanto mi esposo como yo anhelábamos mucho tener. Algunos años antes me había apartado de la religión tradicional protestante en que había sido criada, y había dejado de creer en Dios. Se me había enseñado que El nos ama, pero que envía la enfermedad y la desdicha a fin de enseñarnos a ser más obedientes, así que no me sentía inclinada a amarlo y a confiar en El para nada.

No obstante, no teniendo a donde volverme, silenciosamente comencé a esforzarme por orar a este Dios desconocido. Le dije lo que se me había enseñado a creer y que, honradamente, yo no sabía si era cierto o no, ni siquiera si El existía realmente. Lo único que para mí tenía sentido era que si en realidad Dios existía y verdaderamente nos amaba, entonces, después de todo, sólo tenía que querer lo mejor para nosotros. Comencé a querer confiar en El. Pensé en las palabras del Padre Nuestro: “Hágase tu voluntad”. Empecé a percibir que cualquiera fuera la voluntad que Dios tenía para mi hijo y para mí, esa voluntad tenía que ser buena. Comencé a anhelar más que nada que se hiciera la voluntad de Dios.

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