Cuando Era Niño, mi primo y yo descubrimos un árbol silvestre de cítricos en el medio del bosque. Era el árbol de pomelos más grande que habíamos visto (y la tía María tenía un huerto completo en un sitio muy cercano). Aun desde lejos podíamos ver que ese árbol estaba lleno de bellos frutos amarillos. Pero no era fácil llegar al árbol, pues estaba rodeado de maleza y palmitos.
Finalmente conseguimos encontrar una manera de llegar al árbol, solo para descubrir que no podíamos alcanzar los frutos. Entonces tuvimos que subir al árbol y trepar por las ramas. No nos dimos por vencidos, y pronto volvimos a casa llevando seis u ocho de los más grandes y maduros pomelos.
Con nuestro botín asegurado, nos sentamos en los escalones del porche de atrás y empezamos a pelar el mejor de nuestros “tesoros”. Pero, cuando me puse un gajo de la fruta en la boca, no era exactamente lo que yo había esperado. Lleno de semillas. Y amargo — no tenía el tipo de gusto común a un “pomelo amargo” — ¡era un tipo de amargor que provoca que los labios se arruguen y que se nos llenen los ojos de lágrimas!
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