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El poder sanador de la pureza espiritual

Del número de agosto de 1993 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


La Pureza Espiritual no es un tema que hoy día reciba mucha atención en disertaciones públicas. Probablemente no vayamos a escuchar un informe sobre ella en las noticias vespertinas, ni vayamos a leer en las noticias de primera plana que repentinamente se ha convertido en una cuestión prioritaria en las campañas políticas de este año. Aun así, la clase de pureza espiritual que es fundamental en la vida cristiana es de vital importancia para el bienestar de la sociedad. De hecho, para aquel que está tratando de elevar las normas y valores éticos de la década del 90, se podría decir que si la pureza no recibe atención en primera plana, ahora es tiempo de que la reciba.

La práctica de la pureza de pensamientos y motivos que inspiran las enseñanzas de Cristo Jesús, ha demostrado tener un alcance muy amplio en su influencia y efectos benéficos. Por supuesto, ésta práctica se relaciona directamente con la moralidad; con la manera en que nos tratamos mutuamente; con los deseos que tenga la gente de ser obediente a las leyes, de ser honesta y atenta a la necesidad de los demás, en lugar de ser descuidada, engañosa o abusiva.

Sin embargo, la pureza tiene otra importante influencia que no siempre es reconocida. La pureza es de vital importancia para nuestra salud. La pureza en realidad otorga salud. Es una poderosa fuerza renovadora en nuestra vida. Y cuando la pureza de una genuina mentalidad espiritual ha estado sostenida por la oración, ha sanado tanto enfermedades crónicas como agudas, así como también ha regenerado todo corazón que tal vez se haya sentido perdido en el pecado.

Se podría decir que la pureza espiritual es una cualidad del pensamiento que percibe fielmente que la realidad es el bien absoluto que Dios crea. Es conocer solamente el bien y expresar solamente el bien. A medida que comprendemos que el hombre no tiene una consciencia separada de este bien divino, que Dios es la única Mente infinita que el hombre refleja, y que la naturaleza misma de nuestro ser verdadero — de quiénes somos en realidad— es el reflejo de la Mente divina, vamos descubriendo en verdad nuestra pureza innata. Somos testigos de la bondad última y absoluta de Dios a medida que se manifiesta en nuestra vida, aquí y ahora, a veces de maneras extraordinarias, y otras veces en el reordenamiento más apacible y humilde de nuestras prioridades diarias. Y comprendemos más claramente que toda la creación de Dios no puede representar nada menos que la perfecta bondad de Su propio ser.

Luego, a medida que percibimos esta realidad fundamental por medio de la oración (que nuestro sentido espiritual nos dice que es la realidad de toda existencia), comenzamos a tener dominio sobre la dirección en que se dirige cada uno de nuestros pensamientos, palabras y acciones. Vemos que nuestro pensamiento tiende con mayor persistencia a obedecer la voluntad de Dios; nuestras palabras expresan con mayor persistencia la verdad de Dios, y nuestras acciones cumplen con mayor persistencia con el amor de Dios. En el Nuevo Testamento, el Apóstol Pablo recuerda a los seguidores de Jesús que es necesario llevar “cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo”, 2 Cor. 10:5. poner los pensamientos impuros y rebeldes bajo la disciplina de la Verdad.

La Ciencia Cristiana enseña que la experiencia humana es esencialmente subjetiva; es decir, lo que experimentamos es en gran parte el resultado de lo que creemos. En variadas maneras, nuestro pensamiento no sólo determina el tenor de nuestro ambiente mental (aspectos como la felicidad, la paz, la satisfacción, el propósito), sino también las condiciones de nuestro ambiente físico (como nuestra vida de hogar, nuestras relaciones con los demás, nuestra carrera profesional, nuestro cuerpo). En realidad, los ambientes físico y mental no están separados. Y si nuestro pensamiento y nuestra vida están expresando en mayor medida la pureza del Cristo, la Verdad, no sólo seremos más felices y estaremos más satisfechos con lo que somos, también seremos más productivos y mejores sanadores.

Desde el punto de vista de la fisiología y de la práctica médica actual, es obvio que muchos estados físicos discordantes, enfermedades y funciones corporales deficientes, están directamente relacionados con alguna impureza, o infección, residente en el cuerpo. La medicina convencional trata de erradicar la impureza por medio de la cirugía o de contrarrestarla por medios químicos, con drogas. Esta quizás pueda o no erradicar en forma adecuada la invasión física, la enfermedad orgánica, el veneno, el virus, la infección, y así efectuar la curación. Pero aunque en un corto plazo la impureza física fuera erradicada por medio del tratamiento médico, no se ha producido ninguna transformación perceptible, ni purificación de la consciencia. La medicina material nunca pretende producir tal transformación, porque la tesis de su práctica se basa exclusivamente en la suposición de la realidad inflexible de la materia (alias lo físico). Y cuando no hay purificación, el pensamiento no cambia su base material primaria; por lo tanto, el estado físico de la persona sigue expuesto a los continuos efectos perniciosos de la impureza.

Por el contrario, la práctica cristiana, como la enseñó y demostró Cristo Jesús, siempre incluye la regeneración esencial del carácter como el requisito concomitante necesario para la curación verdadera. La curación en la Ciencia Cristiana demuestra que cuando ocurre una transformación espiritual genuina por medio de la oración, no sólo se elimina la impureza del pensamiento, sino que también el paciente cambia de una manera fundamental de modo que es hecho “de nuevo” en Cristo, y el cuerpo sana totalmente. Y cuando el Cristo erradica por completo la impureza, tanto del pensamiento como de la carne, también se elimina la posibilidad de una recaída o de la reaparición de la enfermedad.

En el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, Mary Baker Eddy escribe: “Una idea espiritual no tiene ni un solo elemento de error, y esa verdad elimina debidamente todo lo que sea nocivo”.Ciencia y Salud, pág. 463. Esto nos ayuda a ver el efecto sanador básico de comprender la pureza del hombre. Nuestra verdadera identidad como idea de Dios no contiene error, pecado ni enfermedad alguna; la sustancia del hombre es Dios, el Espíritu, e incluye la totalidad y pureza inalterables del Espíritu. Esta realidad del ser se demuestra eficazmente al grado que nuestro pensamiento cede a la verdad, eliminando “todo lo que sea nocivo”.

La purificación del pensamiento regenera nuestro sentido actual de quienes somos, de lo que valemos, de cómo vivir. Y por medio de esta regeneración a la manera del Cristo obtenemos nuestra libertad de toda limitación — de toda enfermedad, debilidad, discordia o pecado— que se nos haya impuesto. Cada uno en su vida puede comprobar que la pureza espiritual es una poderosa fuerza sanadora.

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