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No hay castigo para la inocencia

Del número de agosto de 1993 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

The Christian Science Monitor


Me Sentia Desdichada cuando sonó el teléfono. Estaba preocupada por las inesperadas y desagradables situaciones que se habían creado con una de mis amistades, y que estaban también causando tirantez y complicaciones con otra amistad. Una de mis amigas más íntimas y yo descubrimos con asombro que estábamos saliendo casualmente con el mismo hombre. Hablamos con franqueza sobre esta situación y al principio todo estuvo bien. Pero después, de una manera u otra, las dos nos sentimos heridas en nuestros sentimientos y yo no estaba para nada contenta con nuestro amigo.

Una vez alguien me dijo que nuestra relación con otras personas es valiosa solo en la medida en que nos enseña más sobre Dios, pero yo no estaba segura de qué era lo que estaba aprendiendo de esta situación. Ultimamente habíamos hablado con mi amiga sobre este asunto, pero casi todo lo que decíamos era frustrante porque no nos hacía entrever ninguna solución. De vez en cuando hablábamos de resolver nuestras dificultades por medio de la oración. Ambas éramos Científicas Cristianas y sabíamos por experiencia que Dios sana toda dolencia, incluso las relaciones discordantes. No obstante, debo admitir que lo que yo estaba haciendo era más bien hablar sobre la oración en lugar de orar más. Resultaba fácil hablar de la permanente relación armoniosa y perfecta que existe entre Dios y Su creación espiritual, incluso el hombre, hecho a Su semejanza. Pero yo no me dedicaba realmente a comprender y a vivir las ideas que mis labios expresaban.

Cuando contesté el teléfono ese día, mi voz sonaba tan decaída que el amigo que me llamó en seguida se dio cuenta de que algo andaba mal. Yo había empezado a contarle cómo se había complicado mi relación con mis amistades, cuando me interrumpió para preguntarme si yo había hecho algo malo. Le respondí que no, y lo dije en serio. Pude decir con toda honestidad que había hecho todo lo que podía para no lastimar los sentimientos de cada uno de mis amigos y para pensar y actuar correctamente. Entonces mi amigo me dijo que si yo no había hecho nada malo no tenía porqué sufrir ningún castigo. Eso me pareció sensato. Si yo no había robado ningún banco, ¿sería justo que me metieran en la cárcel por ese delito? Por supuesto que no. Del mismo modo, la inocencia espiritual a la que se refería mi amigo me estaba protegiendo, como no podían hacerlo ni mis mejores intenciones de resolver los problemas con mis dos amigos. Esta convicción de mi inocencia espiritual real e inmutable como hija de Dios, me dio la certeza de que mi protección ya era sólida como una roca. Cuando terminé de hablar por teléfono me sentí completamente libre de la profunda tristeza que me había dominado momentos antes. Muy pronto ambas amistades se establecieron sobre bases más sólidas.

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