Hace Algunos Años estaba trabajando en la educación pública para un grupo de organizaciones voluntarias. Un día me encontré confrontando un dilema moral: o continuaba trabajando apoyando decisiones que sentía que eran incorrectas, o mantenía mis profundas convicciones y renunciaba al trabajo. Después de pensar y orar sobre la situación por algún tiempo, decidí seguir mi sentido más elevado del bien, y por tanto renuncié.
Como resultado, desarrollé un profundo resentimiento hacia aquellos que yo sentía me habían forzado a tomar esa decisión. Este resentimiento empezó “a carcomerme por dentro”; constantemente tenía conversaciones imaginarias con esa gente y lamentaba que no había apelado a las juntas directivas de las organizaciones involucradas. Mis primeros pensamientos al despertarme todas las mañanas y al acostarme todas las noches, eran a menudo en relación con el asunto. Sabía que era muy nocivo y a quien le estaba haciendo el mayor daño era a mí mismo, pero este resentimiento se había convertido en una obsesión.
Luego, después de un año, una mañana mientras estudiaba la Lección Bíblica de la Ciencia Cristiana, leí esta bienaventuranza de Cristo Jesús: “Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo” ( Mateo 5:11). Percibí de inmediato con gran claridad espiritual que yo necesitaba bendecir a estas personas contra las que sentía tanto resentimiento.
Llegué a comprender que bendecir significa desearle bien incondicional y sin restricciones a los demás; quiere decir, santificar, tener en reverencia, y contemplar lo que es el regalo del Creador. También, quiere decir invocar el amor que Dios siente por Su hombre. Significa hacer el bien. Descubrí que bendecir sin discriminación alguna es la expresión máxima del dar, aunque aquellos a quienes bendecimos jamás sepan de donde vino el rayo de sol que de súbito penetró por las nubes. Tal bendición no es dar tratamiento específico en la Ciencia Cristiana a alguna persona, sino reconocer la bondad del hombre espiritual que Dios creó.
Comencé a bendecir a mis ex compañeros de trabajo en cada forma imaginable. Lo hacía durante todo el día, cuando caminaba por las calles y cuando estaba debajo de la ducha por las mañanas. Empecé realmente a llevar “cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Cor. 10:5). Esto no me fue fácil de ninguna manera; me exigió gran persistencia y un ahínco increíble. Pero poco a poco, al pasar las semanas y los meses, mi resentimiento cedió.
Aprendí — y es aquí donde me llegó una bendición inesperada — que bendecir a la gente es una experiencia maravillosa. Comencé a bendecir a las personas con quienes me encontraba en todos los lugares: en el autobús, en la calle, en los restaurantes. De hecho, comenzó a agradarme viajar en los trenes concurridos porque había tantas personas para bendecir con sólo verlas como los hijos amados de Dios. Descubrí la poderosa verdad de la siguiente declaración escrita por la Sra. Eddy: “Cuando los mortales aprendan a amar como es debido; cuando aprendan que la mayor felicidad del hombre, aquella que contiene en sí un máximo de cielo, consiste en bendecir a los demás y en la inmolación del falso yo, obedecerán tanto el viejo como el nuevo mandamiento, y recibirán la recompensa que resulta de la obediencia” (Mensaje a La Iglesia Madre para el año 1902, pág. 17).
Comencé a tener bellas curaciones. Y decidí escribir un libro sobre los acontecimientos positivos que estaban ocurriendo en Africa en el campo del desarrollo. Este proyecto me llevó a un viaje de catorce mil kilómetros por más de cien aldeas por todo el continente africano. Cuando terminé de escribir el libro, empecé a buscar una editorial. Una nueva amiga me dijo que tenía buenos contactos en el campo de las publicaciones y se ofreció a ayudarme. Durante una llamada telefónica subsiguiente, mencioné que tenía un agente. Al momento de mencionar el título, ella comenzó a proferir una lluvia de insultos. Me dijo que yo no necesitaba su ayuda y me colgó el teléfono de manera brusca. En los próximos días silenciosamente agradecí a Dios la pureza espiritual de esa mujer cada vez que ella me venía al pensamiento, lo que ocurría con mucha frecuencia. Como diez días después, me llamó por teléfono y sugirió que mi agente mandara el manuscrito a un editor que era amigo de ella, y se ofreció a escribirle una carta de recomendación. Desde ese momento en adelante, las cosas caminaron tan rápidamente que el libro estuvo impreso en solo seis meses. Mi agente declaró que en toda su carrera jamás había visto que un libro de ese tipo se publicara en tan poco tiempo.
El aprender a bendecir a otros ha sido la curación más importante de mi vida. Me ha ayudado a orar por el mundo entero. Hace unos años estaba viajando por un país en desarrollo en Africa. Un día me enteré de una decisión que el Presidente de esa nación iba a tomar. Se pensaba que esa decisión crearía gran ira y caos en el país, y podría ser potencialmente muy dañina para su estabilidad. Esta decisión sería anunciada unos días después en la radio, una vez que el gabinete de ministros se reuniera. Un amigo que era miembro del gabinete me pidió a mí y a otros miembros del grupo de la Ciencia Cristiana en el país que oráramos sobre el asunto.
Recuerdo que me volví al Padre en silencio, humildemente escuchándolo, y sintiéndome embriagado con un sentido maravilloso de paz y seguridad de Su gobierno perfecto y divino. A pesar de todas las apariencias en contra, sentí que el gobierno de todo el mundo estaba en Sus manos. En la próxima reunión del gabinete, para asombro de todos los que estaban presentes, el Presidente anunció que estaba cancelando esa directiva. ¡Qué agradecido me sentí porque mi oración, al igual que la de muchos otros, había contribuido a este cambio de opinión!
Estoy inmensamente agradecido porque en un mundo donde el mal parece tan grande, Dios, el Amor divino, me pregunte a diario: “¿Qué estás haciendo por la curación del mundo?” Y mi oración diaria es aprender a usar mejor este instrumento tan formidable para la curación, que se llama Ciencia Cristiana.
Ginebra, Suiza
