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Nuestra inocencia es el resultado de la perfecta paternidad de nuestro Padre

Del número de abril de 1994 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cristo Jesus Revelo una maravillosa verdad espiritual, tan ajena a los oídos mortales que hubo quienes la consideraron blasfemia. Una verdad tan omnímoda, de tanto alcance, que revolucionó la idea que tenía la humanidad sobre lo que es Dios y el hombre. ¿Cuál era la verdad? Que Dios es mucho más que un dios de tribu, un protector y guía; ¡El es nuestro Padre mismo! El Mostrador del Camino enseñó que debemos orar a Dios como a nuestro Padre; que somos Sus hijos amados.

Sin embargo, el maestro cristiano indicó que el mundo no estaba preparado para una revelación total de la Verdad, diciendo: “Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar”. Juan 16:12. El Consolador divino, como lo revela la Ciencia Cristiana, ahora completa nuestra comprensión de la naturaleza de Dios no sólo como nuestro Padre sino también como la amorosa Madre que se ocupa de nosotros. El concebir a Dios como Madre al igual que Padre llega a nuestro corazón, elevando nuestra comprensión de Dios para conocerlo a El como el Principio divino, el Amor, y nos impulsa a acercarnos a El.

En la proporción en que aprendemos a entender que Dios es Amor y nos acercamos más a El, encontramos que el Amor divino realmente gobierna nuestra vida y salud de maneras prácticas y tangibles. Nos apartamos naturalmente del concepto terrenal de que Dios es un Padre ausente y de que experimentaremos nuestra naturaleza espiritual como Su hijo sólo en algún tiempo futuro. Sentimos que el amor sanador de Dios está presente con nosotros y expresamos más de nuestra verdadera naturaleza ahora mismo.

En la medida en que vivimos de acuerdo con el parentesco verdadero del hombre con Dios como Su hijo obediente — de hecho, Su imagen espiritual — llegamos a conocer más la realidad según Dios la creó. Nos damos cuenta cada vez más de que el hombre mortal — lo que podría llamarse la versión de Adán y Eva acerca del hombre — es ilusoria, como lo enseñó y probó Cristo Jesús.

Pablo tenía una percepción clara de que el Cristo era el antídoto para el concepto adámico de la existencia. Escribió: “Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante”, y “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados”. 1 Cor. 15:45, 22.

La obra sanadora de Jesús, así como su propia ascensión por encima de toda fase de mortalidad, revelaron al hombre, aquí y ahora, como la propia imagen y semejanza del Espíritu divino, expresando el completo dominio otorgado por Dios. Jesús trajo a la comprensión humana la perfecta y activa paternidad y maternidad de Dios y, como resultado, la inocencia de Su hijo, y nos mostró que podemos demostrar esto.

Nuestra meta debiera ser demostrar más cabalmente, para nosotros mismos y para los demás, la familia que el Amor divino crea y gobierna. Probar mediante la curación que la vida material no es nada más que lo que experimentamos debido a nuestra ignorancia de la realidad de la divinidad.

El padre omnipotente da a cada uno de Sus hijos Su amor y lo sustenta. No es Su voluntad que alguno sufra, padezca carencia o perezca. Los que somos padres podemos percibir cuán tiernamente Dios ama al hombre, al considerar el amor que sentimos por nuestros propios hijos. ¿Alguna vez se ha detenido a pensar todo lo que haría por sus hijos si pudiera hacerlo? ¡Qué ambiente tan puro y afectuoso les daría! ¡Qué propósito! ¡Qué alegría! Nada sería demasiado bueno para ellos. Eso es tan solo una indicación de cómo el Amor infinito, Dios, cuida de todos Sus hijos.

Como padres, es nuestra responsabilidad solemne enseñar a nuestros hijos a expresar sabiduría y criterio apropiados para su protección. Sin embargo, el hecho divino permanece que la verdadera creación espiritual de Dios no incluye nada nocivo. Dios, el único poder, nunca creó males escondidos ni peligros. El no pudo crearlos, porque Dios es enteramente bueno. Su creación es la manifestación espiritual de Su propia pureza y bondad. Su evidencia no puede ser desemejante a El.

Este hecho espiritual, reconocido y vivido, provee protección práctica aquí y ahora, exactamente como lo hizo en la historia bíblica de Daniel en el foso de los leones. (Véase Daniel 6:1–23.) El sufrimiento y peligro inherentes al sentido equivocado y material de Dios y del hombre pueden ser erradicados en la medida que abandonemos este sentido material mediante el poder del Cristo, y adoptemos una mentalidad más espiritual. En verdad, cada uno es el hijo amado de Dios ahora mismo, y al despojarnos del concepto equivocado y terrenal acerca de nosotros mismos y de los demás como hijos de los hombres, podemos sacar a luz la herencia que Dios le ha dado al hombre. Podemos vivir cada vez más la vida del hijo mismo de Dios.

Es por medio del estudio individual y la oración que empezamos a comprender y a vivir lo que verdaderamente somos. Paso a paso encontramos y aceptamos que, como el reflejo en un espejo es una imagen de su original, así el reflejo de Dios, el hombre, es Su propia imagen y no puede temer, ser ignorante ni pecar más de lo que Dios puede hacerlo. Una imagen y semejanza de Dios es incapaz de hacer algo que sea menos que perfecto y santo. Dios dota a Sus hijos de Su propia naturaleza y dominio inmaculados.

En lugar de dar a Su hijo una voluntad egoísta propia con la cual errar, una mente propia en un cuerpo material que es limitado y condenado a deteriorarse con el tiempo, y un alma personal que precisa salvarse, Dios ha creado a Sus hijos para que manifiesten Su propia sustancia eterna; en efecto, ¡para vivir, de forma individual, la Vida que es Dios Mismo!

Cristo Jesús refutó de lleno varios conceptos erróneos acerca de su Padre que sostenían que Dios estaba distante y que era vengativo, que ha creado al hombre separado de Sí Mismo, dejándolo librado a sus propios medios para ser adoctrinado falsamente en un ambiente material y para luego castigarlo por las equivocaciones que comete.

La oración tiende a ser limitada a menos que esté basada en alguna comprensión de Dios más bien que en la suposición falsa de que el Padre ha permitido o ha sido la causa de que su hijo tenga un problema y entonces, cuando se le pide, lo anula. La Sra. Eddy explica: “No es ni la Ciencia ni la Verdad lo que obra mediante la creencia ciega, ni es tampoco la comprensión humana del Principio divino sanador manifestado en Jesús, cuyas humildes oraciones eran profundas y concienzudas declaraciones de la Verdad — de la semejanza del hombre con Dios y de la unidad del hombre con la Verdad y el Amor”.Ciencia y Salud, pág. 12.

Aquí tenemos la certeza a la manera del Cristo en lugar de probabilidades humanas. Todo lo que es divinamente verdadero siempre es verdadero en cualquier situación, y una percepción de este hecho tiene una eficacia sin parangón en la curación. Permítanme ilustrar esto.

Una niñita sufrió una severa caída que le aflojó los dos dientes de adelante. Al poco tiempo los dos dientes comenzaron a ponerse negros. Que una niña tuviera dientes de aspecto desagradable o que los perdiera del todo no estaba de ninguna manera de acuerdo con la ley del Amor divino irreprimible de nuestro Padre-Madre Dios, que es la única causa verdadera. La madre de la niña llamó a una practicista de la Ciencia Cristiana para que la ayudara a aplicar con firmeza esta verdad espiritual a la situación.

La practicista consideró devotamente la siguiente declaración del libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud por la Sra. Eddy: “El hombre tiene el derecho moral de anular una sentencia injusta, sentencia jamás impuesta por autoridad divina”.Ibid., pág. 381. Ella se dio cuenta de que “una sentencia injusta” era algo mucho más profundo que la pérdida de dientes sanos. Se remontaba a la pretensión del sueño de Adán que sostenía que la niña era un mortal susceptible que había sido separada del perfecto y constante cuidado de Dios, su Padre-Madre; que, en vez de ser la idea de la Mente divina, que refleja la sustancia espiritual indestructible del creador, la niña estaba compuesta de materia perecedera que está sujeta a colisión y golpes.

La practicista vio que esto era un insulto al nombre y honor de nuestro Padre-Madre celestial y por eso ella adoptó una firme posición en Cristo al hacer “concienzudas declaraciones de la Verdad”. No fue una petición a Dios para que corrigiera una equivocación que El nunca cometió, ni el ruego de una fe ciega, sino el producto de su comprensión devota e imperativa de la Verdad divina omnipresente; las hizo con un entendimiento obtenido gracias a muchas experiencias pasadas que le habían demostrado que el poder de la Verdad reconocida ajusta la evidencia exterior, y el resultado es la curación. Y, efectivamente, los dientes se afirmaron y blanquearon y no presentaron más problemas. La mentira de que Dios es un Padre-Madre que no se interesa y es inepto había sido anulada al abogar en oración por la perfección de nuestro Dios como Padre-Madre.

En un caso que involucra a un niño inocente, una “sentencia injusta” es obviamente injusta. El derecho del niño a que se presente en su favor una ferviente declaración de la Verdad en Cristo, y el deber de los padres de hacerlo, es inequívoco. Pero ¿qué decir de una situación que involucra a un adulto en el que el castigo incurrido parecería ser “justo” y “merecido”? Quizás no hemos estado pensando o actuando de acuerdo con la ley divina. ¿Es apropiado presentar una declaración para que se sane un caso así?

El registro de las curaciones de Cristo Jesús indicaría que ciertamente lo es. El sanó a los pecadores más escandalosos cuando percibió un deseo de su parte de cesar de pecar. El vio que ni el pecado ni la enfermedad pertenecían al hijo de Dios y sabía que el pecado, lo mismo que la enfermedad, puede ser sanado espiritualmente. En una ocasión, cuando Jesús discernió que los escribas cuestionaban su autoridad para perdonar pecados y sanar su efecto, él declaró: “Porque, ¿qué es más fácil, decir: Los pecados te son perdonados, o decir: Levántate y anda?” Mateo 9:5. Entonces procedió a sanar al hombre. Puesto que Dios no crea ni el pecado ni la enfermedad, todos tenemos autoridad divina para sanar ambos.

Todos somos más inocentes y dignos de sanar de lo que podríamos pensar. Obviamente no podemos reclamar ser exonerados del sufrimiento inherente a nuestra verdadera identidad espiritual si no dejamos de entregarnos al pecado. Pero entender y afirmar la verdad de que nuestro amado Padre no hace que Su hijo sea desobediente ni le da la capacidad para pecar, sana tanto la pretensión del pecado como su supuesto castigo.

En primer lugar, la sentencia injusta original que ha de ser anulada es la falsa aserción malévola de que el hombre cayó al estado de un mortal capaz de pecar. El hijo inmaculado de Dios es Su propio reflejo siempre presente. El hombre nunca mereció ser llamado mortal, y en la realidad espiritual nunca lo ha sido. Todo lo que sugiera otra cosa es una suposición y puede ser rechazada al recurrir a la justicia divina y mediante nuestro esfuerzo honesto por expresar nuestra individualidad genuina. Si nos encontramos diciendo: “Padre celestial, otra vez he sido acusado de ser un mortal”, entonces ha llegado la hora de apoyarse en la ley divina, que desecha la sentencia falsa.

El hombre es la semejanza misma de Dios, ahora y para siempre. Nuestro Padre-Madre, Dios, está siempre realizando su trabajo, manteniendo la perfección de lo que El ha creado.

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