Jerónimo, el gran erudito y traductor de la Biblia, fue uno de los patriarcas de la iglesia primitiva y el hombre más ilustrado de su época. También fue un hombre lleno de contradicciones: generoso y afectuoso con sus amigos, pero despiadado con sus enemigos; apasionado con las causas que defendía, pero tan entregado a una vida ascética que no se permitió ceder a las pasiones. Pero el motivo que impulsó la obra de su vida fue su determinación de extraer la verdad de la Biblia y preservarla para todas las épocas.
Nació alrededor del año 347 d.C. en la ciudad de Estridón, sobre la costa noreste de lo que es ahora Italia. Jerónimo provenía de una familia pudiente. Cuando tenía doce años, sus padres lo enviaron a Roma, donde estudió latín y griego, así como retórica, gramática y artes liberales con el famoso gramático Donato. Fue en esa época que se desarrolló su afición por los clásicos del latín, en especial las obras en prosa y poesía de Virgilio, Cicerón y Séneca. Pero en Roma también aprendió a amar con mayor profundidad la fe cristiana en la cual se había criado y a sentir más profundamente su deber para con Dios. A la edad de diecinueve años fue bautizado en la fe cristiana.
Durante los siguientes veinte años, Jerónimo viajó muchísimo. De Roma se trasladó a lo que entonces era Tréveris, en Francia, donde se familiarizó con el ascetismo y el monacato que por ese entonces estaban muy en boga. Luego regresó a su hogar en Estridón y se unió a un grupo de intelectuales en las cercanías de Aquiles, quienes llevaban un estilo de vida ascética de ayuno y penitencia.
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