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La inocencia y la inmunidad

Del número de septiembre de 1994 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Algunas Personas Dan la impresión de tener una especie de seguridad interior con respecto a su bienestar. Si alguien hace algún comentario respecto a esa serena sensación de protección y seguridad, no es extraño descubrir que la espiritualidad ocupa en sus vidas el lugar más destacado.

En un mundo que a veces parece peligroso, resulta muy agradable poder contar con una especie de escudo protector contra la enfermedad, el crimen o los accidentes. El sentido de protección puede ser especialmente valioso en una época en la que existe una profunda preocupación por la pérdida de la inmunidad contra enfermedades y otros peligros.

Por ejemplo, los esfuerzos por inmunizar a la gente con drogas protectoras presentan algunas deficiencias. Algunas enfermedades que se creía que ya estaban bajo control, están apareciendo nuevamente. El SIDA, una enfermedad relativamente nueva, ha frustrado a quienes buscaban una solución médica rápida, y ha ilustrado lo que realmente significa que el cuerpo físico pierda su habilidad natural para luchar contra la enfermedad.

En un contexto muy diferente, la gente está preocupada por las posibles enfermedades que puede ocasionar el exceso de radiación ultravioleta que proviene del sol. El desgaste de la capa de ozono de la atmósfera que protegía la tierra, podría ser casi un símbolo de lo que teme la humanidad respecto a la pérdida de la inmunidad contra diferentes males.

Si pensamos que nuestro bienestar depende esencialmente de algún sistema de inmunización — en el cuerpo, en la atmósfera, o en cualquier otra forma en que el materialismo nos pretenda proteger — siempre seremos vulnerables. En cambio, si comenzamos a descubrir cada vez más la espiritualidad que nos pertenece como linaje de Dios, y percibimos que ésta es la base de nuestro bienestar, veremos en mayor medida que la salud y el bienestar son la norma de nuestra vida.

Otro nombre para esta espiritualidad es la naturaleza del Cristo. Es lo que caracterizó en forma tan plena la vida de Jesús. A lo largo de su ministerio, le brindó amparo, protección y refugio, y él esperaba que sus seguidores — incluso sus seguidores actuales — sintieran y vivieran las cualidades semejantes al Cristo, que proveen una inmunidad natural contra la enfermedad y la falta de armonía.

Esto no quiere decir que siempre evitaremos enfrentarnos con dificultades. Lo que sí quiere decir, es que nuestra semejanza al Cristo — nuestra forma de vivir en armonía con Dios — nos protege cuando nos enfrentamos con problemas. El Cristo, la naturaleza divina de Dios que se revela en la consciencia individual, revela la auténtica y prístina inocencia del hombre. De hecho, expresar inocencia es la evidencia de la naturaleza pura y espiritual del hombre como hijo de Dios. El ser puro, íntegro, sin pecado, es la verdadera esencia del hombre por ser la semejanza de Dios. Descubrir esta verdadera inocencia y vivir de acuerdo con ella constituyen una verdadera protección para nosotros y nos conducen a la armonía, bajo el cuidado constante de nuestro Creador.

El Cristo está tan presente hoy para rodearnos y cuidar de nosotros, como cuando bendijo a tanta gente en los días de Jesús o en los siglos anteriores a Jesús. Consideremos a Daniel y la crisis que tuvo que enfrentar cuando fue arrojado al foso de los leones. La inmunidad que gozó, su protección, podría ser descrita como una cualidad del Cristo en su consciencia. Los leones no pudieron cruzar esa barrera. Daniel la describió de la siguiente manera: “Mi Dios envió su ángel, el cual cerró la boca de los leones, para que no me hiciesen daño, porque ante él fui hallado inocente”. Dan. 6:22.

Si bien la inmunidad contra el mal que Daniel puso de manifiesto puede traernos inspiración, también podemos sentirnos tentados a pensar: “Claro, el resultado fue perfecto porque se trataba de alguien que era realmente inocente, pero mi vida no ha sido precisamente un ejemplo intachable”.

Si es esto lo que nos preocupa, estamos perdiendo de vista la razón por la cual el Cristo acude a nuestra consciencia. Llega para revelarnos nuestra verdadera inocencia, pureza y bondad. Llega para enseñarnos que nuestra verdadera naturaleza como hijos amados de Dios siempre ha sido perfecta. Cuando esta revelación del Cristo alborea en la consciencia, nuestra vida comienza a ajustarse a una inocencia espiritual y nos encontramos cada vez más libres, por ejemplo, de los “leones” del mundo, de la enfermedad.

Un infante puede simbolizar la inocencia de un modo muy natural. Pero el nacimiento de Jesús ahondó aún más al expresar lo que puede significar esta virtud propia de un niño. En un artículo titulado “Navidad”, la Sra. Eddy escribe: “La estrella que con tanto amor brilló sobre el pesebre de nuestro Señor, imparte su luz resplandeciente en esta hora: la luz de la Verdad, que alegra, guía y bendice al hombre en su esfuerzo por comprender la idea naciente de la perfección divina que alborea sobre la imperfección humana — que calma los temores del hombre, lleva sus cargas, lo llama a la Verdad y al Amor y a la dulce inmunidad que éstos ofrecen contra el pecado, la enfermedad y la muerte”.Escritos Misceláneos, pág. 320.

Si nos detenemos a pensar en esto, vemos que para protegerse del mal, la gente depende en gran medida de lo que se puede describir como sistemas materiales de inmunidad. Pero no hay garantía alguna de que estos sistemas continúen funcionando, especialmente cuando aparecen nuevas enfermedades o los males evolucionan en nuevas formas. El caso no es que simplemente una inocencia semejante a la del Cristo nos salva del peligro. Sino que esta consciencia iluminada transforma nuestros pensamientos y actos — incluso toda nuestra vida — de modo que puedan reflejar con mayor exactitud la naturaleza divina. Este despertar espiritual nos permite ir viendo gradualmente que en la totalidad y la bondad de la creación de Dios no existe discordancia alguna contra la cual sea necesario buscar inmunidad. Somos, simplemente, la expresión perfecta de Dios y ésta es la única realidad.

Nuestro creciente aprecio por vivir en armonía con esta realidad proporciona una protección inmensamente práctica, a medida que vamos dejando atrás las creencias en la mortalidad y en sus riesgos. La sensación de seguridad interior respecto a nuestro bienestar es, en realidad, una inocencia interior que, cuando es fomentada, modela de la mejor manera posible el modo en que vivimos nuestra vida.

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