Mateo estaba feliz en su jardín de infantes; había muchas cosas que hacer. Le encantaba hacer construcciones con bloques, embadurnarse las manos con la pintura que usaba para pintar con los dedos, moverse al ritmo de la música y alimentar a los gerbos. Pero lo que más le gustaba era la compañía de los otros niños y niñas. Nunca había estado con tantos niños. Cuando quería jugar les daba un empujón para hacerles notar que él estaba allí. Algunas veces los empujaba tan duro que los hacía caer, y entonces en lugar de jugar, se alejaban de él.
Su maestra de escuela era también su maestra de la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, en donde él aprendía que el Amor es uno de los nombres de Dios que se usan en la Biblia. Puesto que, en verdad, cada quien es una imagen del Amor, o hijo de Dios, lo natural para nosotros es que nos amemos los unos a los otros. A Mateo le gustaba pensar en estas cosas.
Un día, en el patio de juegos, Mateo empujó a Pedrito, haciéndolo caer de la barra de equilibrio. Pedrito le gritó: “¡Déjame solo!” Y corrió a unirse a otros niños que estaban amontonando las hojas rojas y amarillas que habían caído de los árboles.
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