Hace Algunos Años, accedí a cuidar durante una mañana a la hija de una amiga. Poco tiempo después de haber aceptado, comencé a tener algunas dudas. Otros amigos no tardaron en contarme acerca de las experiencias desagradables que habían tenido y lo imposible que resultaba tratar de frenar la indisciplina de uno de los niños en especial. Se referían, precisamente, a la niña que yo había aceptado cuidar.
La mañana en cuestión llegó rápido. El timbre de la puerta sonó y al abrirla, allí estaba mi amiga con su hija. De pronto, me invadió un sentimiento de pesar; deseaba haber tenido el sentido común de negarme desde un principio. Ya tenía bastante con ocuparme de mis propios hijos. En la lista de cosas negativas que supuestamente habían hecho la niña, figuraban lesiones hechas a otros niños. De acuerdo con lo que yo había oído, ni siquiera los animales domésticos habían estado a salvo. En ese momento me hubiera gustado que me tragara la tierra.
Pero nadie ha podido resolver nunca un problema dejándose tragar por la tierra, excepto en un dibujo animado, y ¡esto no era un dibujo animado! La niña estaba en la puerta de entrada, y me di cuenta de que había llegado el momento de orar. Tan pronto comprendí que tenía que confiar en el poder de Dios, me vino un pensamiento. Esa mañana más temprano, yo había estado leyendo himnos de Himnario de la Ciencia Cristiana. Las palabras, mirar la realidad, invadieron mi pensamiento. Esas palabras figuran en la segunda estrofa del himno N.º 206:
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