Leticia estaba furiosa. Hervía de rabia y enojo. Tuvo la tentación de pegarle a su hermana, Mirella, por algo que había dicho. Este sentimiento de enojo desenfrenado crecía y crecía hasta que Leticia tomó su libro y lo arrojó con fuerza escaleras abajo. Las niñas observaron como el libro golpeaba contra la escalera rebotaba y finalmente caía al piso.
“¡Ahora estás en problemas!”, le dijo Mirella. “¡Rompiste el libro que te prestó la Sra. Ray!” Leticia pudo ver, aun desde arriba de la escalera, que una esquina del libro estaba destrozada por el golpe.
Desde arriba la niñera les preguntó: “¿Está todo bien, niñas?” “Sí”, dijeron las dos al mismo tiempo, pero sabían que no era así.
De pronto el enojo se convirtió en tristeza. Leticia recapacitó y pensó cómo se sentiría su hermana porque Leticia se había enojado con ella, y también cómo se molestaría la Sra. Ray porque había dañado el libro. Imaginó que su mamá iba a sentirse decepcionada también, cuando se enterara de lo sucedido.
Leticia fue a su cuarto sintiéndose muy mal. Al principio quería esconderse de Mirella, de su mamá y de la Sra. Ray. Luego pensó en decirle a la Sra. Ray que el libro se había resbalado y caído. Esto no la ayudó a sentirse mejor.
Todos los domingos, Leticia iba a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana. Ahora comenzó a pensar acerca de algunos de los temas sobre los que habían hablado en su clase de la Escuela Dominical. Un domingo la maestra pidió a los alumnos de la clase que hicieran su autoretrato. Estos autoretratos no eran dibujos de personas, sino listas de cualidades que describían lo que eran realmente los estudiantes, por ser los hijos de Dios. “¿Es bueno el hijo de Dios?” preguntó la maestra. Todos asintieron con la cabeza. “Bueno, entonces escriban esa cualidad”, dijo la maestra.
Cuando la clase terminó, Leticia había escrito muchas palabras que describían al hijo de Dios. Había aprendido que como hija de Dios, su naturaleza verdadera era reflejar Sus cualidades. Mientras pensaba acerca de esto, tomó otro papel y escribió cómo se veía en ese momento: mezquina, asustada, poco cariñosa. ¡Ninguna de esas palabras estaba en la hoja de la Escuela Dominical! Leticia decidió tirar la lista que acababa de escribir. Sabía que no tenía que tener esos rasgos porque no procedían de Dios. Cuanto más pensaba quien era en realidad, la hija pura y amorosa de Dios, más feliz se sentía. En ese momento decidió parecerse más al autoretrato que había hecho en la Escuela Dominical, el reflejo de Dios, el bien.
Primero le dijo a Mirella que lamentaba lo sucedido. Leticia no quería pegarle ni herir a nadie, y mucho menos a su hermanita. Mirella también estaba triste por la pelea, y también dijo que estaba arrepentida. Luego añadió: “Leticia, iré contigo a devolver el libro a la Sra. Ray. Puedes decirle que yo lo arrojé por las escaleras”.
Leticia abrazó a Mirella y le dio las gracias, pero no aceptó el ofrecimiento. “El culpar a otra persona no arreglaría las cosas”, dijo Leticia. “Voy a decirle a la Sra. Ray exactamente lo que sucedió”.
Cuando Leticia iba a la casa de la Sra. Ray, comenzó a sentirse asustada. ¿Cómo podía decirle a la Sra. Ray que había arruinado el libro? Recordó entonces una frase de Ciencia y Salud escrita por Mary Baker Eddy. Dice así: “La honestidad es poder espiritual”.Ciencia y Salud, pág. 453. Deseaba sentir el poder de Dios, puesto que tenía miedo. Entonces la inspiración que le trajo esa frase la ayudó a razonar así: Si tú eres honesta, tienes poder espiritual y no necesitas sentir miedo, porque estás actuando como el reflejo de Dios.
La Sra. Ray abrió la puerta. Leticia ni siquiera esperó para saludarla. Simplemente le entregó el libro a la Sra. Ray y le dijo todo lo que había sucedido y cuánto lo lamentaba. Leticia estaba dispuesta a encontrar la manera de pagar por el libro. Hasta estaba preparada para que la Sra. Ray le dijese que no podía ser amiga de alguien que en accesos de rabia arrojaba libros. Pero Leticia no estaba preparada para la respuesta de la Sra. Ray, quien sonrió y le dijo: “Bueno, Leticia, siempre tuve la intención de regalarte el libro. No te preocupes sobre esto ni un minuto más”.
Después de agradecerle a la Sra. Ray, Leticia regresó a su casa. Se sentía muy feliz de saber que la Sra. Ray no estaba molesta. Al principio había pensado que sería difícil decir la verdad, pues podía verse en apuros. Ahora comprobó que la honestidad es una protección, y que jamás se habría sentido feliz consigo misma si no hubiera sido honesta, y no hubiera reflejado esta cualidad como hija de Dios.
Esa noche a la hora de irse a acostar, Leticia le contó a su madre todo lo que había sucedido durante el día. La madre le dijo cuán orgullosa estaba de ella porque no había aceptado la imagen de sí misma que no era verdadera, sino que había corregido el falso retrato de ella con el correcto, y, al ser guiada por Dios, había procedido correctamente. “La furia no forma parte de tu ser”, le dijo la mamá. “Estoy muy contenta de que te hayas disculpado con tu hermanita. Y también de que le hayas dicho la verdad a la Sra. Ray”.
Mientras Leticia se acurrucaba debajo de las mantas, dijo: “Sé que la Biblia nos dice: ’Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres’. Véase Juan 8:32. Bueno, hoy dije la verdad, y ¡la verdad me hizo libre!”