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Cuando Mi Primer esposo...

Del número de julio de 1995 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cuando Mi Primer esposo murió repentinamente dejándome con tres hijas muy pequeñas, me di cuenta de que si queríamos sobrevivir, yo necesitaba tomar al toro por las astas. Apreciaba haberme criado en la Ciencia Cristiana, pero hasta ese momento no la había estudiado ni practicado con dedicación.

Mientras crecían las niñas, tuvieron muchas curaciones rápidas, y Dios fue nuestra guía constante. Pude tomar instrucción en clase, y esto ciertamente fue una bendición para toda la familia.

En mi crecimiento espiritual hubo una curación muy importante. Hace algunos años comencé a sentir fuertes ataques de ansiedad. Eran tan perturbadores que solo había un lugar en donde me sentía segura: la iglesia. Pero como nuestra iglesia sólo tiene servicios religiosos los domingos y los miércoles, el resto del tiempo sentía que andaba a los tumbos. En las horas más difíciles, una devota practicista de la Ciencia Cristiana siempre estaba disponible para ayudarme. A veces, cuando yo estaba en el trabajo, la llamaba por teléfono porque me sentía tan aterrorizada que trataba de esconderme en un rincón en busca de protección; otras veces pensaba en el suicidio.

Un día, en uno de esos momentos de terror que me impedían pensar con claridad, llamé por teléfono a la practicista y, controlando mi voz, puede decirle que estaba totalmente aterrorizada. La practicista me preguntó, llamándome por mi nombre: “¿Por qué está asustada?” Yo no lo sabía. Ella continuó repitiendo la pregunta hasta que le contesté: “¡Por mi vida!” Oramos juntas y enseguida la frecuencia y severidad de los ataques disminuyó.

Poco después de esta conversación con la practicista, fui a la reunión de mi Asociación de la Ciencia Cristiana que tendría lugar en otro estado. El avión en el que viajaba se sacudía bastante por la turbulencia. La desesperada sensación de estar desvalida comenzó a dominarme. Pienso que si no hubiera estado sujeta a mi asiento, habría seguido mi instinto de levantarme y correr, pero me pregunté qué tan lejos podría correr en ese avión. Al dirigirme a Dios en oración, recibí el mandato: "¡Comienza a leer!"

Busqué en mi bolso de mano y encontré un pedazo de papel doblado. Hacía algún tiempo había copiado a máquina un párrafo de Ciencia y Salud escrito por la Sra. Eddy, y lo había metido dentro del bolso. Era un párrafo corto y maravilloso de la página 495 que dice: "Cuando la ilusión de enfermedad o de pecado os tiente, aferraos firmemente a Dios y Su idea. No permitáis que nada sino Su semejanza more en vuestro pensamiento. No consintáis que ni el temor ni la duda oscurezcan vuestro claro sentido y serena confianza, que el reconocimiento de la vida armoniosa — como lo es la Vida eternamente — puede destruir cualquier concepto doloroso o creencia acerca de lo que la Vida no es". Luego leí lo que sigue: "Dejad que la Ciencia Cristiana, en vez del sentido corporal, apoye vuestra comprensión del ser, y esa comprensión sustituirá al error con la Verdad, reemplazará a la mortalidad con la inmortalidad y acallará a la discordancia con la armonía".

Entonces me di cuenta de que mi mayor confianza yacía en el hecho de que yo sabía que la Ciencia Cristiana realmente sana; que yo estaba poniendo mi confianza en la comprensión de lo que Dios es debido a lo que la Ciencia Cristiana me había enseñado de mi unidad con El. Luego me vino al pensamiento: "Si te tomara mil años probar esto, tú sabes que nada podría separarte del hecho de que tu ser es uno con Dios, que por y para siempre es tu Padre-Madre". Sin duda tendría mil años (por lo menos), porque Dios era mi Vida y yo no tenía una vida propia que perder, ¡ni ahora ni nunca!

Es difícil para mí expresar en palábras el júbilo que sentí en ese momento. Fue como si los ángeles de Dios estuvieran cantando justamente para mí. Desde ese momento hasta cuando el avión aterrizó sin ningún contratiempo, estuve consciente sólo de una gran sensación de paz y seguridad, como no había tenido desde hacía mucho tiempo.

Unas semanas después, estaba manejando mi automóvil a una hora de mucho tránsito. Me encontraba sola y la radio estaba encendida. Realmente no estaba escuchando el programa, pero al disminuir la velocidad por causa del tránsito, de pronto me di cuenta de que dos psiquiatras estaban hablando, y uno de ellos describía los síntomas que yo había experimentado y a los que les dio el nombre de agorafobia, añadiendo que aparentemente se producía como consecuencia de un trauma grave. Cuando oí esto, dije en voz alta: "¡El hombre de Dios no sufre ningún trauma!" Sentí como si me hubieran quitado un manto pesado de los hombros, y esto fue el final del problema. Han pasado varios años desde que tuve esta curación, y no ha quedado ningún rastro de los síntomas.

Es mi mayor deseo el ayudar a otros a darse cuenta de su unidad con Dios como lo he hecho yo. Para ayudar de esta manera, estoy sirviendo activamente en mi iglesia filial como capellán en el Comité Institucional de nuestro estado.



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