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Nuestro vínculo con Dios

Del número de septiembre de 1995 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


¿Podemos Estar En algún momento realmente separados de Dios? Si cada uno de nosotros es verdaderamente Su hijo, ¿por qué es que a veces Su cuidado parece tan lejano o inexistente?

En realidad no hay ningún abismo entre Dios y el hombre. La separación que sentimos muchos de nosotros a veces (o todo el tiempo) no se debe a las realidades de la existencia sino al concepto que tenemos de nosotros mismos y de nuestra relación con Dios. Al espiritualizar nuestro concepto de quienes somos, descubrimos que la guía, la protección y la provisión de Dios están siempre a mano.

Generalmente se da por sentado que el hombre es lo que parece ser: un mortal material e imperfecto, cuya naturaleza es exactamente opuesta a la de Dios. El razonamiento humano trata de reconciliar este punto de vista material acerca del hombre con el de un Dios espiritual, divinamente perfecto, haciendo hipótesis desde esta base de separación sobre cómo Dios responde a nuestras necesidades humanas, o por qué no responde a ellas. Pero un sentido material de la creación no puede reconciliarse con Dios, el Espíritu infinito, porque el Espíritu jamás creó a un hombre material. El hombre que Dios creó, que es la identidad real de cada uno de nosotros, fue hecho a imagen y semejanza del Espíritu. La semejanza del Espíritu no es materia, la semejanza del bien no es mala, la semejanza de lo divino no es humana y corpórea. El mortal que parece estar separado de Dios no es quien somos realmente.

En realidad somos el reflejo de Dios, la imagen espiritual que emana de El. Por lo tanto nuestro vínculo con Dios, el Amor divino, en realidad está intacto. El hombre es uno con Dios, expresa la naturaleza de Dios y no se puede separar de El. El hombre no puede existir separado de Dios más de lo que los rayos del sol pueden existir separados del sol.

Dios no nos conoce como materiales. El nos conoce como nos ha creado. Nuestra individualidad original, y la única que tenemos, ha sido concebida por la Mente divina. Cada uno de nosotros es una idea de la Mente; por consiguiente, en realidad moramos en la Mente y estamos siempre reflejando la perfección de Dios. El Amor divino nos conoce como su propia imagen amorosa, y nos mantiene en el abrazo del Amor infinito. El Amor es nuestro Padre y Madre, expresando en nosotros bondad ilimitada, suministrando todo lo que precisamos para nuestra felicidad y bienestar.

Creer que Dios nos conoce como mortales imperfectos que luchan, podría parecer un consuelo al principio. Pero si un concepto así fuera verdadero, los problemas de los que anhelamos deshacernos serían para siempre parte de nosotros. Nunca podríamos liberarnos de ellos, porque todo lo que se encuentra en la consciencia divina, en la Mente divina, se manifiesta por siempre en su imagen.

Si la Mente pudiera conocer la enfermedad, la incapacidad física o mental, el pecado, la limitación y demás, existirían en nuestro verdadero ser, siempre. Pero esto es imposible porque los conceptos materiales no tienen lugar en el Amor divino, ni los conoce el Amor como parte de nosotros. Solamente lo que es espiritual, bueno y armonioso le pertenece al hombre. Los males de la carne jamás forman parte de nuestra verdadera identidad, y nuestra victoria sobre ellos es inevitable a medida que vamos entendiendo su irrealidad.

En su libro No y Sí la Sra. Eddy escribe: “Dios es Todo-en-todo. El es Espíritu; y en nada es El desemejante a Sí mismo. En la consciencia divina nada hay que ‘obre o diga mentira’. Para Dios, saber es ser; es decir, lo que El sabe debe existir verdadera y eternamente. Si El conoce la materia, y la materia puede existir en la Mente, entonces la mortalidad y la discordancia deben ser eternas. El es la Mente; y todo lo que El conoce se manifiesta, y debe ser la Verdad”.No y Sí, págs. 15—16.

Si nuestra verdadera individualidad es espiritual, entonces ¿qué podemos decir del sentido humano del yo? Si Dios nos conoce solamente como Su imagen, ¿cómo puede El ayudarnos en nuestras carreras, salud física, felicidad humana y cosas por el estilo?

La respuesta radica en el hecho de que lo humano no es una entidad real separada de la espiritual. Si lo fuera, la ayuda divina podría ser interceptada. En cambio, lo humano es un concepto limitado y material de la única identidad que realmente tenemos.

Pablo dice: “Ahora vemos por espejo, oscuramente”. 1 Cor. 13:12. Un “espejo” en la época de Pablo era un metal pulido, y no los espejos de vidrio que tenemos en la actualidad. Por eso la imagen que se veía era verdaderamente opaca. El pensamiento humano vislumbra la realidad espiritual débilmente, porque define a la identidad en términos materiales. Lo que parecemos ver no es el hombre verdadero sino literalmente un falso sentido del hombre. Este concepto falso es el resultado de la mente carnal, o mente mortal, cuya irrealidad fue expuesta por Cristo Jesús cuando dijo: “Ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en [ella]. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiros[a], y padre de mentiras”. Juan 8:44.

Puesto que el hombre material es un concepto falso de nuestra verdadera identidad, todo lo que es espiritualmente verdadero acerca de nosotros puede ser demostrado humanamente a medida que se va reemplazando el concepto falso por una percepción de lo que somos realmente y lo que realmente incluimos, en otras palabras, cómo nos ha creado Dios.

En el santuario de la oración, en el que acallamos el clamor de los sentidos físicos y volvemos el pensamiento totalmente hacia la verdad espiritual, empezamos a percibir nuestra unidad con Dios. Empezamos a conocernos a nosotros mismos como Su idea y sentimos la paz de comprender que nuestro Padre-Madre celestial está verdaderamente con nosotros. El Amor divino es el Principio invariable que nos gobierna, la Mente que nos dirige, el Alma que nos provee de integridad, belleza y pureza, el Espíritu que expresa armonía en nosotros, la Vida que nos da inmortalidad.

A medida que empezamos a entender nuestra unidad con Dios, esta renovación mental se manifiesta exteriormente en nuestra experiencia. La materia visiblemente expresa nuestros pensamientos conscientes e inconscientes. Por eso, a medida que comprendemos mejor la armonía del Alma, que el hombre refleja, esta armonía se evidencia en el cuerpo; somos sanados físicamente. A medida que percibimos que nuestra integridad es un hecho espiritual que se origina en nuestra unidad con el Amor divino, esto tiene su prueba en un hogar más feliz y en un compañerismo sustentador, y en otras incontables bendiciones. Un conocimiento de que la infalible sabiduría divina dirige a todas Sus ideas, revela que la guía perfecta de la Mente se encuentra en cada aspecto de nuestras carreras. Cada faceta de la experiencia humana está bajo el cuidado y la protección de Dios en la medida en que permitimos que el Cristo, la Verdad, transforme nuestro pensamiento.

Pero hay más que simples señales externas, por más gratificantes que sean. También hay cambios internos. Una comprensión honesta de que reflejamos al Amor divino, por ejemplo, nos hace más amorosos y buenos. Una percepción genuina de nuestra verdadera naturaleza como imagen del Alma, nos hace más puros. Indeseables tendencias de pensamiento o de carácter se desvanecen a medida que percibimos y vivimos más nuestra perfección espiritual.

Para comprender nuestra unidad con Dios, no tenemos otra alternativa que luchar con el pecado y vencerlo. Pero esta lucha es más fructífera cuando tratamos con ella partiendo de la base de que la perfección espiritual es un hecho presente. Si luchamos partiendo del punto de vista de que somos mortales pecadores que tratan valerosamente de ser menos pecaminosos, jamás dejaremos de luchar, porque estamos creyendo que nuestros pecados son realmente parte de nosotros. Pero si nos esforzamos por discernir nuestro ser otorgado por Dios, que está exento de pecado, y vivimos lo que discernimos, tal esfuerzo da buenos frutos, porque estamos viendo con mayor claridad la irrealidad del pecado.

Nuestra vida se vuelve más pura, más feliz y más libre en la proporción en que permitimos que el Cristo, la verdadera idea de Dios, brille en nuestro pensamiento y moldee nuestra vida. En realidad, el hombre jamás es un mortal que trata de liberarse de las pretensiones de la herencia, la psicología, el temperamento o un pasado desdichado. Nuestro verdadero origen es el Amor divino, y nuestro único y verdadero pasado es nuestra eterna unidad con el Amor. Los conceptos humanos no describen nuestra verdadera individualidad; por ende nunca pueden desplazar a la bondad espiritual que cada uno de nosotros posee.

La vida de Cristo Jesús fue el ejemplo más puro de una identidad verdadera y espiritual que brilla a través del sentido humano de lo que es la vida. El fue el más alto representante de Dios sobre la tierra; expresó la naturaleza divina, o el Cristo, sin mácula alguna. Como dice la Biblia en Hebreos: “Fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado”. Heb. 4:15.

Jesús es nuestro Ejemplo. El ilustró la perfección de la verdadera identidad del hombre semejante al Cristo; y sus enseñanzas brindan las exigencias morales y espirituales que se requieren para lograr la demostración de esa identidad.

La misión de Jesús culminó en su ascensión cuando alcanzó la prueba total de la vida en el Espíritu. En ese momento su creencia en la materia se desvaneció completamente, y con ella, toda apariencia de una identidad material. Pero el hombre verdadero y espiritual, que no se puede ver con los sentidos físicos, era siempre el mismo. La verdadera individualidad de Jesús, o el Cristo, jamás pasó por ninguna de las fases de la creencia humana, porque la verdadera identidad es el reflejo eterno de Dios.

En el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud, la Sra. Eddy escribe: “La individualidad espiritual del hombre jamás yerra. Es la semejanza del Hacedor del hombre. La materia no puede relacionar a los mortales con el origen verdadero del ser, ni con los hechos verdaderos del ser, en los cuales todo ha de venir a parar. Sólo reconociendo la supremacía del Espíritu, que anula las pretensiones de la materia, pueden los mortales despojarse de la mortalidad y hallar el indisoluble vínculo espiritual que establece al hombre eternamente en la semejanza divina, inseparable de su creador”.Ciencia y Salud, pág. 491.

El reconocer en oración nuestra verdadera individualidad abre el pensamiento para que penetre la luz del Cristo. Entonces obtenemos maravillosas vislumbres de nuestra verdadera individualidad como la semejanza de Dios, completa y armoniosa. Esta transformación mental traspasa el velo de separación. Vemos que siempre hemos sido uno con Dios, porque somos Su idea bienamada. Nuestra unidad con Dios se siente y se hace visible de modos que satisfacen nuestras necesidades humanas.

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