Hace Dieciocho Años, después del difícil nacimiento de mi hija, mi segundo parto, vine a casa del hospital con un gran agotamiento físico y emocional. Mi esposo, mi hijo pequeño, y otros miembros de la familia se mantuvieron alejados de nosotras porque habían estado expuestos a una enfermedad contagiosa, y no podían ayudarme. De modo que yo estaba sola con mi hija recién nacida.
Mi querida amiga y anterior compañera de habitación — una Científica Cristiana — estuvo de acuerdo en quedarse conmigo hasta que yo pudiera valerme por mí misma. Durante varios días cocinó con alegría, me hizo compañía, y pacientemente escuchó mi letanía de quejas físicas. Finalmente sentí que yo estaba entrando en una crisis porque el dolor relacionado con el nacimiento no estaba disminuyendo, y pensé que tendría que regresar al hospital.
A medianoche, con gran angustia, llorando le pregunté a mi amiga qué haría ella en mi lugar. En momentos de dificultad, frecuentemente la había visto retirarse a su habitación con sus libros de la Ciencia Cristiana, la Biblia y Ciencia y Salud. Muy amablemente me dijo: “¿Por qué no te leo por unos minutos?”
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