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Hace Dieciocho Años,...

Del número de noviembre de 1996 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace Dieciocho Años, después del difícil nacimiento de mi hija, mi segundo parto, vine a casa del hospital con un gran agotamiento físico y emocional. Mi esposo, mi hijo pequeño, y otros miembros de la familia se mantuvieron alejados de nosotras porque habían estado expuestos a una enfermedad contagiosa, y no podían ayudarme. De modo que yo estaba sola con mi hija recién nacida.

Mi querida amiga y anterior compañera de habitación — una Científica Cristiana — estuvo de acuerdo en quedarse conmigo hasta que yo pudiera valerme por mí misma. Durante varios días cocinó con alegría, me hizo compañía, y pacientemente escuchó mi letanía de quejas físicas. Finalmente sentí que yo estaba entrando en una crisis porque el dolor relacionado con el nacimiento no estaba disminuyendo, y pensé que tendría que regresar al hospital.

A medianoche, con gran angustia, llorando le pregunté a mi amiga qué haría ella en mi lugar. En momentos de dificultad, frecuentemente la había visto retirarse a su habitación con sus libros de la Ciencia Cristiana, la Biblia y Ciencia y Salud. Muy amablemente me dijo: “¿Por qué no te leo por unos minutos?”

Ninguna de las dos recuerda exactamente qué parte de Ciencia y Salud leyó esa noche, pero en diez o quince minutos me levanté de la cama y caminé por el cuarto, completamente libre de dolor. ¡Todo lo que podía hacer era maravillarme de qué milagro había sucedido!

Al día siguiente, después de la primera noche que dormí bien en más de una semana, puse a mi bebé en su silla para el coche, y llevamos a mi amiga a almorzar, ¡yo iba manejando un auto de transmisión estándar! Considero los siguientes seis meses como los más alegres y armoniosos de mi vida; mi rutina diaria se hizo cada vez más ordenada a medida que llegué a conocer la Biblia y Ciencia y Salud estudiando la Lección Bíblica semanal.

Cuando nuestra hija tenía menos de un año de edad, me di cuenta de que yo había sanado de alcoholismo simplemente estudiando estos libros, al igual que en aquella primera noche, mi pensamiento fue elevado por encima del dolor y la angustia. Este fue el resultado de meses de estudio espiritual, y durante ese tiempo, sin darme cuenta, yo había obtenido una percepción más alta, más pura de mí misma. El vicio, una creencia de que debemos depender de medios materiales para obtener seguridad, placer, o aceptación social, simplemente desapareció de mi vida. Desde entonces nunca he sido tentada a beber alcohol, y he desarrollado una disposición mucho más amable y buen humor, sin el sarcasmo cortante que algunas veces había usado anteriormente.

El vicio... simplemente desapareció de mi vida.

Antes, debido a mi falta de autodisciplina, mi alcoholismo y baja autoestima, había fracasado en mis estudios escolares, obteniendo sólo un promedio muy bajo en mis calificaciones en la escuela secundaria, y ni siquiera me gradué con el resto de la clase. En los años que siguieron, yo anhelaba seguir mi educación, pero después de diez años había logrado completar sólo dos años de la universidad.

Pero ahora, por medio de mi estudio de la Ciencia Cristiana, comencé a aprender acerca de la naturaleza ilimitada de la idea de Dios, el hombre, y regresé a la universidad. Completé la licenciatura en dos años, esta vez con calificaciones altas a pesar de tener dos niños pequeños en casa. Luego obtuve una maestría, y finalmente un doctorado en literatura inglesa.

En los años después de mi primera curación, he tenido más curaciones que las que puedo contar aquí. Sin embargo, se destaca una demostración rápida de la protección de Dios.

En diciembre de 1990 iba manejando por una autopista temprano por la tarde, cuando observé un auto que estaba comenzando a fallar. La joven que lo manejaba estaba tratando de acercarlo al lado del camino. Me estacioné unos cuatrocientos cincuenta metros adelante, con la esperanza de ayudarla. Cuando iba en reversa sobre la superficie plana, seca y ancha, mi automóvil de repente viró de lado hacia el tráfico que se aproximaba. Al levantar los ojos, vi que iba a ser atropellada por un camión de dieciocho ruedas que venía muy rápido. Parecía que éste sería un choque del cual yo no podría sobrevivir. Sin embargo, en la siguiente fracción de segundos, supe que cualquiera fuera la experiencia que estaba a punto de enfrentar, la Vida no puede ser interrumpida; que el Pastor me estaba guiando; que nunca podría ser separada ni por un instante de Dios, mi único origen. En pocas palabras, supe que no había un lugar al cual “ir,” porque yo ya estaba “ahí”, inmortal, intacta, reflejando a Dios para siempre.

Y entonces el enorme camión chocó mi auto. Nunca perdí la consciencia, y cuando el auto finalmente se detuvo, toda la parte posterior del mismo había desaparecido. El asiento que estaba a mi lado, las ventanas, todo el auto estaba completamente destrozado, excepto el asiento del conductor.

Tan pronto me di cuenta de que nada había cambiado, que yo estaba exactamente como antes, comencé a orar nuevamente. Líneas de algunos himnos, “la declaración científica del ser” de Ciencia y Salud (véase pág. 468), y nuestra querida oración el Padre Nuestro,me vinieron al pensamiento del depósito de verdades que yo había estado almacenando en mi consciencia, durante los últimos catorce años.

... adentro de lo que quedaba de ese auto, yo sentí que los brazos de Dios me rodeaban.

Los bomberos, paramédicos, y la policía todos llegaron al lugar y comenzaron a hablar acerca de cortar el auto para sacarme, y de conseguir un helicóptero para llevarme rápido a un centro de traumatología. Pero adentro de lo que quedaba de ese auto, yo sentí que los brazos de Dios me rodeaban.

Me llevaron en ambulancia a un hospital, donde me sacaron radiografías y encontraron que no tenía ninguna herida de importancia. Varias enfermeras vinieron a la sala de emergencias para ver a la “dama milagrosa,” mientras que yo simplemente me regocijaba y agradecía a Dios por Su poder y amor impresionantes.

Luego, pude caminar, aunque cojeando, hasta el auto de un familiar. En dos o tres días, estaba nuevamente manejando, caminando y participando de mi vida. Una contusión bastante notoria sanó muy pronto. De vez en cuando, tuve un dolor de espalda que persistió durante unos meses después, pero eso cedió a las verdades que yo estaba reconociendo en oración, mi entendimiento de que el dolor y la ilusión de accidente, tienen lugar únicamente como creencias, en la mente mortal, nunca en la realidad de Dios.

Uno de los aspectos más preciosos de esta experiencia fue la curación instantánea que tuve de los recuerdos de lo ocurrido durante las veinticuatro horas que siguieron al accidente. Hablé con un practicista acerca de revivir una y otra vez el accidente y ver el camión dirigiéndose hacia mí cada vez que cerraba los ojos. Esto me impidió dormir o quedarme sola por más de unos pocos minutos.

El practicista me contó los relatos de Daniel en el foso de los leones (véase Daniel, cap. 6) y de Sadrac, Mesac y Abednego en el horno de fuego (véase Daniel, cap. 3). Como el practicista señaló, el rechinar de los dientes de los leones, sus rugidos, el terror de estar con ellos, pudieron haber obsesionado a Daniel; pero en vez de eso él llevó consigo el recuerdo de la protección amorosa de Dios. Sadrac, Mesac y Abed-nego pudieron haber llevado con ellos el ruido del fuego y la cercanía de su calor. Pero ellos, también, salieron de sus experiencias al sentir la presencia de Dios. “Ni aun el cabello de sus cabezas se había quemado; sus ropas estaban intactas, y ni siquiera olor de fuego tenían” (Daniel 3:27).

Mientras el practicista y yo conversábamos por teléfono, sané, y nunca más volví a sufrir por los recuerdos del accidente.

Estoy muy agradecida por el cuidado, la guía y la armadura que el estudio de la Ciencia Cristiana ha traído a mi vida. Y no puedo agradecer jamás lo suficiente a mi amiga por su presencia tranquila y su buena disposición de compartir la verdad con mi corazón receptivo. “En mi angustia invoqué a Jehová, y clamé a mi Dios. Él oyó mi voz...” (Salmo 18:6).


La Iglesia Madre
es La Primera Iglesia de Cristo, Científico,
en Boston, Massachusetts.
Sus filiales se denominan Iglesias de Cristo,
Científico, y Sociedades de la Ciencia Cristiana.

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