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Recuerdo Que Una de las...

Del número de noviembre de 1996 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Recuerdo Que Una de las expresiones favoritas de una de mis maestras de la Escuela Dominical era: “¡Manténganse en oración!” Con ello quería decir que necesitamos orar todo el tiempo, no solo cuando tenemos problemas. Aprendimos que orar constantemente nos capacita para resolver los problemas que pudieran surgir.

En 1994, ocurrió algo en mi familia que pudo haber destruido mi paz y alegría, de no haber estado yo “en oración”.

Un sábado por la madrugada recibí una llamada telefónica en la que me informaban que el mayor de mis nietos y su esposa habían muerto. Al tiempo que recibía esta triste noticia, me encontraba tan llena de la comprensión de la Vida verdadera, Dios, que sencillamente no era posible que creyera en la muerte. Ni siquiera era algo sobre lo cual tenía que orar en aquel momento, o de lo cual estar consciente, puesto que era el entendimiento del ser verdadero que se había establecido en mí pensamiento, a través de años de estudio y práctica de la Ciencia Cristiana. La aparente muerte de seres queridos no puede alterar la realidad de que el ser, la existencia, se encuentra en el Espíritu, ¡en la Vida eterna!

Por lo tanto, cuando escuché la noticia, sabía que estos seres queridos eran (y seguirían siendo) vitales, manifestaciones vivas de Dios, la Vida infinita, independientemente de la evidencia física.

Sin embargo, la persona que llamaba dijo que, en medio de una discusión con su esposa, mi nieto había tomado un arma de un cajón y le había disparado; luego se había disparado a sí mismo. Su hija de tres años estaba presente y había presenciado todo lo ocurrido.

Como estaba preparada espiritualmente, pude hacer frente a esa trágica noticia con cierta medida de la certeza del poder de Dios. Pero, quedaba mucho por hacer. Al colgar el teléfono, comencé a orar fervientemente para reconocer la tranquilizante presencia del Cristo, y así sobreponerme a los pensamientos de pesar, pérdida y dolor concernientes a mí misma y al resto de la familia. Sabía que mi propia claridad espiritual, una vez que estuviera establecida, serviría de consuelo a todos mis seres queridos, quienes tal vez no estuvieran tan conscientes de su identidad espiritual como yo había aprendido a estarlo. Luego, llamé a una practicista de la Ciencia Cristiana y le pedí que orara especialmente durante las siguientes dos semanas, cuando me reuniría con la familia en otra ciudad. Aunque no tuve otra oportunidad de hablar con ella, puesto que también se encontraba lejos, sentí, y agradecí profundamente, la ayuda de sus oraciones diarias durante esas dos semanas.

Aquella noche no pude dormir mucho. Eran demasiadas las cosas en las que tenía que pensar, y por las que tenía que orar. Recuerdo que en determinado momento me sorprendí pensando en lo adorable que había sido mi nieto a la edad de dos años, y luego en lo atareado que estaba a los seis, y lo confundido que estaba a los dieciséis, aparentemente incapaz de sentirse aceptado y amado por su padre.

¡Eso hizo que me detuviera! ¿Había él sido un niño mortal, o había sido siempre el hijo de nuestro Padre-Madre Dios? ¿Había estado inseguro del amor, o había estado siempre arropado por el amor de nuestro Padre-Madre Dios? ¿Importaba cuáles eran las evidencias de las circuntancias materiales ? Entonces comprendí que no había estado percibiendo la identidad espiritual de mi nieto, sino aferrándome a la falsa identidad de mortalidad... y justo cuando era más importante que yo reconociera su espiritualidad. Naturalmente, atesoramos en nuestras vidas los recuerdos humanos alegres, pero debemos tener muy claro el hecho de que la felicidad surge de lo bueno, lo real, que hay en el hombre, que es el reflejo de Dios.

Ese fue el momento decisivo en mis oraciones de aquella noche. Comencé a afirmar la identidad espiritual de mi nieto como hijo perfecto, e inocente, de Dios, y a borrar de mi pensamiento las escenas de una tragedia mortal. De esa forma, me aparté del peligro de morar en el mal y mis pensamientos fueron reemplazados por la visión espiritual del hombre.

Percibí que ella no podía perder a sus padres, puesto que Dios está siempre presente y cuida de ella.

Permítaseme decir aquí que esto no era para intentar excusar el mal hecho ni para fingir que “nada había pasado”. Por el contrario, esta era mi obediencia a la admonición de Jesús en el sentido de que nos amemos unos a otros (véase Juan 13:34), y que yo interpreto como ver la perfección en todos. Esta oración era para tener presente mi propia salvación, no un intento mal encaminado para lograr la de mi nieto.

Llegué a ver claramente que “el hombre no es material; él es espiritual” (Ciencia y Salud, pág. 468), y a ver que mi nieto había sido creado en la misma imagen y semejanza de Dios, que es todo el bien; por consiguiente, las incompresiones, la ira, el temor, la desesperación y la violencia humanas nunca habían sido, ni podrían ser, parte de su verdadera identidad. Ni tampoco su esposa podía haber experimentado alguno de esos males; nunca, en ningún instante, podía haber sido animado o víctima por tales características negativas alguno de los hijos de Dios.

Una vez obtenida esa comprensión vital, vino a mi mente el inquietante pensamiento de aquella niñita presenciando semejante violencia. El pensamiento mortal sostiene que tal cosa es una experiencia traumática, y que aterroriza de por vida a un niño. Sin embargo, yo sabía que Dios, el Amor infinito, no permitiría que sucediera algo así a ninguna de sus criaturas. Ni Dios nos dejaría a ninguno de nosotros sin amor ni cuidado ni atención. Oré para comprender la inviolabilidad de la relación de la niña con su Padre-Madre, Dios. Percibí que ella no podía perder a sus padres, puesto que Dios está siempre presente y cuida de ella, tan constantemente como cuida del más pequeño de sus pajarillos, que no puede caer a tierra sin su cuidado (véase Mateo 10:29). Se me hizo claro que ninguna ley material llamada trauma tiene autoridad alguna, puesto que la ley de Dios es suprema y omnipresente. (Repito, estas oraciones no eran para llegar a la consciencia de mi bisnieta o de sus abuelos, sino a la mía propia.) Pronto supe que sus abuelos maternos la habían llevado con ellos, proporcionándole todo el amor que necesitaba y abriendo sus propios corazones al amor sanador de Dios.

Al clarear el nuevo día, domingo, había logrado la “paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento” (Filip. 4:7). Aquella mañana serví de ujier en la iglesia y me reuní con algunas amigas, como lo tenía programado. Nada tuve que decir acerca de mis oraciones nocturnas o lo que las había provocado. (No había motivos para interferir con las actividades cotidianas hasta que los miembros de la familia se reunieran para viajar a la ciudad donde se llevaría a cabo el sepelio.)

Otra faceta de esta curación ocurrió algunas semanas más tarde. Me encontraba envolviendo un regalo de cumpleaños para enviárselo a mi bisnieta. De repente me acosó la ira de pensar en el “egoísmo” que había dejado huérfana a esta niña. ¡Cuán rápidamente puede penetrar el error por el más leve resquicio de nuestra armadura espiritual! A pesar de lo repentino e inesperado de ese pensamiento, lo reconocí de inmediato, como meramente otra fase del alegato de que el hombre es mortal. Me di cuenta de que semejante pensamiento no tenía fuerza como para hacerme aceptarlo, e invertir de esa forma todas las verdades que ya había comprendido. El enviar un regalo no era la aceptación de la mortalidad, ¡era una expresión de amor! Ése fue el fin de la sugestión. Recobré mi paz y mi equilibrio.

¿Como podrían las palabras expresar adecuadamente mi gratitud por la comprensión del ser espiritual, y del gran amor de Dios por Su hombre, que me permitió enfrentar aquella situación? No había visto la muerte — no había visto a un asesino — sino que había visto a mi nieto como lo que es en realidad. Había visto el tierno amor de Dios por todos Sus hijos, y había podido servir de consuelo y ayuda real a los miembros de la familia y a los amigos.

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