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Las cosas que son eternas

Del número de noviembre de 1996 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


En Apariencia todo se veía igual esa mañana en el pequeño Café. Como de costumbre, el sol entraba a raudales por los ventanales que dan a la calle. Los estudiantes de música y de arte estaban apiñados alrededor de las mesas, como es su costumbre. Pero había algo diferente esa mañana. La atmósfera alegre y febril de siempre había desaparecido. La música clásica sonaba suavemente y la gente conversaba en voz baja. En el ambiente se percibía una quietud misteriosa.

Después alguien me contó lo que había sucedido. Unas horas antes había habido un accidente de tránsito cerca de ese lugar. Uno de los estudiantes, un joven callado y amigo de todos, había fallecido a consecuencia del accidente.

Aunque yo desconocía su nombre, a menudo había hablado con él como todos los demás lo hacían, y sentía que también era mi amigo. Así que ese sábado por la mañana permanecí en el Café más tiempo de lo acostumbrado, orando y poniendo en orden mis pensamientos.

Uno podía sentir las preguntas — aunque no fueran formuladas en voz alta — flotando en el aire mientras los estudiantes, compañeros de clase y amistades del joven se consolaban mutuamente. Preguntas como éstas: “¿Cómo pudo ocurrir algo tan inesperado e inexplicable?” “¿Cómo pudo alguien tan agradable y sociable, tan joven y puro merecer semejante suerte?”

En todas las épocas, numerosos escritores y poetas han luchado con preguntas como éstas. Y muchos de ellos encontraron algo de paz en lo que escribieron acerca de este tema, quizás porque sus palabras manifestaban que había algo inmortal en las personas que habían “perdido”. Algo a lo cual ellos se podían aferrar para siempre. Algo espiritual y permanentemente bueno, algo que está mucho más allá de lo físico, de la riqueza o el poder temporal.

Este tipo de afirmación es lo que se encuentra en algunos versos poéticos que originalmente fueron esculpidos en la tumba de un esclavo en la Grecia antigua. El escritor, que aparentemente era el dueño del esclavo, percibió algo divinamente sustancial en su esclavo, un hombre a quien la sociedad de ese tiempo consideraba insignificante, de acuerdo con las normas estrictamente materiales y mortales. El poema concluye diciendo que aunque este hombre era “pobre” y estaba físicamente imposibilitado, “los dioses lo amaban” profundamente.Poems from the Greek Anthology, trans. Dudley Fitts — New York:New Directions, 1956, pág. 122.

El poeta anónimo que escribió el libro bíblico de Job, relata la historia de cómo los hijos y los criados de Job fueron asesinados repentinamente. Véase Job 1:13–19. Con el corazón destrozado, Job se queja de lo injusto de su situación: “El hombre nacido de mujer, corto de días, y hastiado de sinsabores. Sale como una flor y es cortado, y huye como la sombra y no permanece”.Ibid 14:1–2.

No obstante, aunque se rebela contra su tragedia personal, Job nunca abandona a Dios. Nunca cede ante el consejo de su esposa de que debe maldecir a Dios y después morirse.Ibid 2:9. Finalmente Job escucha que Dios le habla desde un torbellino. Esa visión del poder y el amor de Dios le conmueve de tal manera que le permite superar su sufrimiento. Es así que puede comprender cosas “maravillosas” acerca de Dios que no había percibido antes. Y toda esta experiencia le trae a Job gran prosperidad en los últimos años de su vida. Y según el relato bíblico, ¡tuvo diez hijos más!

Al final, no es algo humano lo que termina con la aflicción de Job. Es su fidelidad incondicional a Dios — y su visión maravillosamente poderosa de Él — lo que lo sana y le da el valor para comenzar una nueva vida. Véase el capítulo 42.

La vida de Cristo Jesús puso de manifiesto que la comprensión de Dios y de Su Cristo es el camino para marchar hacia adelante, aun en presencia de la muerte. En determinado momento Jesús les dijo a sus discípulos que estaba a punto de ser crucificado. Pero que podía enfrentar con gran fortaleza espiritual lo que se exigía de él. ¿Por qué? Porque conocía a Dios y porque Dios era su Vida. “Ésta es la vida eterna”, declaró, “que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”. Juan 17:3. Y más adelante, la relación tan íntima que tenía con Dios, — y Su comprensión de Él — le permitieron a Jesús levantarse de la tumba donde había estado sepultado durante tres días.

El conocer a Dios también nos fortalece. Cuando conocemos a Dios, nos conocemos a nosotros mismos porque somos Sus hijos. Percibimos que somos espirituales, eternos e indestructibles, y que reflejamos a Dios. Comprendemos que no tenemos la obligación de someternos a una fuerza irracional llamada muerte, porque Dios — la Vida eterna — ejerce el gobierno absoluto sobre todos.

El comprender y creer en el poder y amor omnipotentes de Dios es nuestro eslabón fundamental con la eternidad. La Sra. Eddy explica esto en su libro La Unidad del Bien: “Creo más en Él que la mayoría de los cristianos, pues no tengo fe en ninguna otra cosa ni en ningún otro ser. Él sostiene mi individualidad. No, aun más — es mi individualidad y mi Vida. Porque Él vive, yo vivo. Él sana todos mis males, destruye mis iniquidades, despoja a la muerte de su aguijón, y arrebata la victoria al sepulcro”.Unidad, pág. 48.

El poeta “metafísico” John Donne, escritor inglés de principios del siglo XVII, aprendió algo de la omnipotencia de Dios y de la impotencia de la muerte. En 1601, abandonó su carrera como cortesano para casarse con la mujer que tanto amaba, Anne More. Durante años, ambos lucharon contra la pobreza y la desaprobación de la sociedad. La familia de Anne incluso lo envió a prisión. Sin embargo, estos contratiempos profundizaron el amor entre ellos y su amor por Dios. Con el tiempo, Donne se hizo sacerdote Anglicano.

Después sufrieron un golpe inesperado; Anne fallece poco después del nacimiento de su duodécimo hijo. Durante meses Donne estuvo paralizado espiritual y mentalmente. Pero finalmente comprendió que tenía que seguir adelante en su compromiso con Dios. Poco después fue nombrado Deán de la Catedral de San Pablo en Londres, donde por más de diez años predicó algunos de los sermones más inolvidables escritos en inglés.

Hacia el final de su vida, Donne escribió un soneto que capta con intensidad la que aprendió al perder a Anne y de su conocimiento de Dios a través de los años. Las primeras líneas del soneto niegan categóricamente el poder de la muerte. “Muerte, no seas orgullosa”, escribe Donne, “porque aunque algunos te han llamado poderosa y terrible, no lo eres”. Luego el poema continúa explicando las diferentes maneras en que la vida es más poderosa que la muerte. El soneto finaliza con un fuerte énfasis en la vida eterna, y con una amenaza original: “Un breve sueño que pasa, y despertamos para toda la eternidad. Y la muerte ya no será más: Muerte, tú morirás”.

¡“Muerte, tú morirás”! Esa mañana en el Café, poco a poco fui sintiendo que el poder de la muerte “moría” en mi pensamiento. Y sentí mucha gratitud por la Ciencia del Cristianismo, por la Ciencia que establece una clara distinción entre la ilusión de la muerte y la realidad de la Vida. Entre las cosas mortales y las cosas inmortales. Entre las cosas que están “aquí hoy y desaparecen mañana”, y las cosas que son eternas.

No todos dormiremos;
pero todos seremos transformados,
en un momento,
en un abrir y cerrar de ojos;
a la final trompeta;
porque se tocará la trompeta y
los muertos serán resucitados incorruptibles,
y nosotros seremos transformados....
entonces se cumplirá la palabra
que está escrita:
Sorbida es la muerte en victoria.

1 Corintios 15:51, 52, 54

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