Cuando tenía veintiún años me vi involucrada en un accidente automovilístico que puso en riesgo mi vida. Los médicos aconsejaron a mis padres que si querían verme con vida debían llevarme de inmediato a la sala de urgencia. Me había quebrado el fémur izquierdo y la nariz, y tenía otras heridas graves en el rostro. Me operaron de inmediato para arreglarme los huesos. Se me ofreció la posibilidad de colocarme un clavo en la pierna y volver a mi casa enyesada, en cuyo caso mi madre tendría que atenderme día y noche; o de lo contrario podía quedarme en el hospital para una mejor atención. Opté por esto último. Los médicos aceptaron mi pedido de no utilizar ningún medicamento, pues deseaba confiar en la Ciencia Cristiana. Colocaron mi pierna en un aparato especial que no requería el uso de yeso, y me trasladaron a una sala de cuidados intensivos para controlar las funciones vitales de mi organismo cada quince minutos. El practicista de la Ciencia Cristiana que mi madre había llamado desde el hospital continuó orando junto conmigo y por mí.
Los médicos creían que cuando mejorara la pierna, ésta quedaría unos siete centímetros más corta que la otra. Opinaban que las heridas del rostro eran tan graves que pensaban que el lado derecho de la cara se desprendería porque faltaba parte del hueso. Durante mi estadía en el hospital, uno de los médicos trajo a un grupo de médicos internos a mi habitación para hablar detalladamente sobre cómo y porqué se produciría esta pérdida de parte de mi rostro. También predijeron que ya no volvería a respirar nuevamente por la nariz y no tendría ningún sentido del olfato.
Todos estos pronósticos contrastaban con lo que yo había aprendido anteriormente por medio de la Ciencia Cristiana: que la sustancia del hombre es espiritual, y que no puede ser fragmentada ni disminuida en ningún aspecto. Pasé muchas horas negando y rechazando mentalmente estos veredictos, y orando como había aprendido a hacerlo, afirmando mi perfección espiritual.
Los dos meses y medio que pasé en el hospital fueron de gran desarrollo espiritual para mí. Los doctores me visitaban diariamente, pero en ningún momento tomé calmantes para el dolor. En realidad no tenía ningún dolor, hecho éste que está documentado en el informe que el médico le entregó al abogado que estaba a cargo de mi demanda de seguro por accidente.
Al principio de mi internación, los médicos encargados de mi caso se mostraron muy preocupados por un problema que surgió como efecto indirecto del accidente. Hacía más de dos semanas y media que yo no evacuaba los intestinos, lo que se atribuía a que permanecía siempre en cama. Las enfermeras y ayudantes me indicaron con mucho amor, y después me imploraron, que me diera una enema o que tomara algún laxante, o que hiciera algo como ellos dicen. Mi abuela, que no era Científica Cristiana, temía que se produjera una obstrucción intestinal; su padre había fallecido a causa de un problema similar.
Les aseguré que yo estaba haciendo algo. Yo sabía que estaba orando para comprender que la verdadera sustancia es espiritual. Sabía que ninguna sustancia podía formarse ni acumularse para perjudicarme. ¿Cómo podía tener demasiada verdad, demasiada vida, demasiado amor, cualidades espirituales que forman parte de mi sustancia por ser la creación de Dios? En un momento muy brío, cuando el médico dijo que yo estaba en estado de shock, el practicista y yo sentimos la certeza y el gozo benditos de la curación.
Los intestinos recobraron su funcionamiento normal en pocas horas, y continuaron funcionando con normalidad aunque yo permanecí físicamente en la misma posición durante dos meses más. Muchos de los empleados del hospital fueron testigos de esta curación y percibieron que la causa no había sido física. De hecho, la ayudante de una enfermera vino a mi habitación especialmente a hablar sobre la Ciencia Cristiana.
Después que me dieron de alta en el hospital, tuve que visitar al médico una vez por mes por motivos del seguro. Yo nunca había aceptado el pronóstico de que mi pierna quedaría más corta, así que no me sorprendió comprobar que estaba perfectamente normal. En una de estas visitas, el médico invitó a un colega a observar las radiografías. (Meses después, cuando retomé las clases de coreografía y de teatro en la universidad, trabajé con un joven que había tenido una herida idéntica a la mía y que no había recibido el beneficio del tratamiento de la Ciencia Cristiana; el hecho de que su pierna era siete centímetros más corta que la otra fue una prueba más de cuán perfecta es la curación en la Ciencia Cristiana.)
Mi rostro no se arruinó ni perdí ninguna de mis facultades. Atribuyo estos hechos a mi seguridad de que la ley de Dios es suprema y que no incluye nada que pueda lastimar y distorsionar, ni la pérdida de sustancia.
Varios problemas que no eran de orden físico se resolvieron en esta ocasión. Yo anhelaba finalizar mis estudios en la universidad y graduarme con mi clase, pero esto parecía algo imposible. Sin embargo, cuando oré para comprender que Dios, y no las personas, gobierna cada aspecto de mi vida, todos loas obstáculos desaparecieron.
Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy, afirma: “El hombre está subordinado a Dios, el Espíritu, y a nada más” (pág. 481).
Poco después me enteré de que la calificación que recibí por el período de enseñanza que tuve con el alumno mencionado anteriormente, sería considerada válida como calificación para todo el semestre. Los profesores me ayudaron a completar el trabajo de clase. Con la ayuda de mi madre que lo escribía a máquina en la sala del hospital, completé mi trabajo de investigación en inglés y me concedieron la nota máxima. Incluso obtuve la calificación más alta de mi clase en el examen final de inglés, que en mi caso debía valer por dos porque no había rendido el parcial a mitad del trimestre.
Toda esta experiencia me brindó cada día la oportunidad de demostrar el poder de la ley de Dios. Me enseñó que las circunstancias adversas pueden transformarse en oportunidades para percibir cómo la omnipotencia de Dios se manifiesta en mi vida de un modo práctico.
Años más tarde, cuando nació mi hija, tenía una mancha que se extendía desde la planta del pie hasta la mitad del muslo. Rechacé inmediatamente el veredicto del médico de que esa desfiguración sería permanente, afirmando que “Una idea espiritual no tiene ni un solo elemento de error, y esa verdad elimina debidamente todo lo que sea nocivo” (Ciencia y Salud, pág. 463). No estaba dispuesta a aceptar que un hijo de Dios pudiera expresar algo que no fuera pureza y belleza, a pesar de que los sentidos indicaban totalmente lo contrario. Cada día, cuando la cambiaba de ropa, apartaba mi vista de la mancha y declaraba con mucho regocijo la verdad sobre su identidad espiritual sin pecado.
Después de varias semanas de oración, no me sorprendió observar que la mancha estaba perdiendo el color y desapareciendo. Luego desapareció por completo y hoy en día, veintidos años después, es difícil recordar cuál fue la pierna afectada.
Tres años después, mi hija estuvo expuesta a contraer varicela. Me decían que seguramente ella también se contagiaría, pero que si no la contraía dentro de determinado número de días, ya estaría fuera de peligro
De modo que comencé a observar el almanaque, respirando de alivio a medida que se aproximaba la “fecha límite”. Pero poco antes de esta fecha, un día despertó con los síntomas de varicela. Esto fue suficiente para impulsarme a orar. La acosté a dormir la siesta y comencé orar.
Humildemente reconocí que había hecho del tiempo un dios, confiando en que de alguna manera su transcurso mantendría sana a mi hija. Medité en su verdadera sustancia, en las cualidades que formaban parte de ella: alegría, inteligencia, vivacidad, belleza. Ahora yo sabía claramente que su identidad era eterna y espiritual, otorgada por Dios y que Él la preservaba. También rehusé creer que cualquier otro hijo de Dios albergara otra cosa que no fuera el bien para compartir con mi hija. En mi pensamiento despojé al temor de toda supuesta vida y poder negando que fuera causa o efecto. Mi hija despertó de su siesta completamente libre de todo síntoma.
A través de los años he sentido gratitud por poder compartir la Ciencia Cristiana con mi hija, y me estoy esforzando por descubrir más oportunidades de compartirla con todas las personas.
Omaha, Nebraska, E.U.A.
 
    
