Hace Años Pensaba que no era posible conocer a Dios porque yo no podía verlo con mis ojos ni tocarlo con mis dedos. Esta dificultad y el frecuentar un ambiente académico que desafiaba a la fe religiosa, me condujeron a un ateísmo muy particular; decidí no creer en Dios, pero sí obedecer algunos de los Diez Mandamientos que nos dio Moisés.Christian Science (crischan sáiens) Consideraba elemental no matar, no hurtar, no cometer adulterio, no decir falso testimonio, honrar a los padres, etc. Pero no aceptaba los dos primeros que son la base teológica de todos los demás. No podía creer en un Dios que, yo pensaba, era un amable anciano que desde una nube gobernaba con paciencia y bondad a unos, y con rigor e injusticia a otros.
Durante mis años en la universidad, un compañero me habló de la Ciencia Cristiana. Me pareció ridículo que un individuo sensato y educado creyera en Dios, y tuvimos largas discusiones. Finalmente él me dio el libro, Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras escrito por Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana. Véase Ex. 20:1–17. “¿Una mujer escribiendo sobre religión? ¿Qué podría decir una mujer acerca de la religión?”, pensé. Pero como mi amigo era muy bueno y muy alegre, decidí por lo menos hojear el libro.
El libro no lleva al lector a conclusiones materiales y fáciles. Por el contrario, trata sobre la revelación y conceptos espirituales. Por ejemplo, tomemos el concepto de Dios. La Sra. Eddy escribe: “Dios es Mente, Espíritu, Alma, Principio, Vida, Verdad, Amor, incorpóreos, divinos, supremos, infinitos”.Ciencia y Salud, pág. 465. Esta definición de Dios estaba muy alejada de mi concepto antropomórfico de un ser superdotado a imagen del hombre, concepto que justificaba mi ateísmo. Y este nuevo concepto no me era fácil de comprender o de verificar.
Esa noche, el temor me tuvo más despierto que nunca.
Uno de los sinónimos de Dios que me llamó la atención fue Principio. Esto se debía a que me consideraba una persona de principios. Al responder a la pregunta de si hay más de un Dios o Principio, Ciencia y Salud responde de esta manera: “No lo hay. El Principio y su idea es uno, y ese uno es Dios, el Ser omnipotente, omnisciente y omnipresente, y Su reflejo es el hombre y el universo”.Ibid., págs. 465–466. Pude comprender este sinónimo porque percibí que la justicia, el orden, la ley, la armonía, la honestidad derivan del Principio. Ya había aprendido de las experiencias que había tenido que si seguía respetando la ley de los Mandamientos, tendría mayor armonía que si no los respetaba. No obstante, el concepto de Dios como Espíritu me impedía aceptar el primer y segundo Mandamiento. Pero fue la completa curación de un problema de salud lo que me llevó a aceptar la existencia de Dios.
Tenía un problema en la piel de la cara que desde el punto de vista de la medicina tradicional no tenía solución. A medida que la situación se volvía más difícil, dormir de noche no me era fácil. Entonces ocupaba mucho tiempo planteándome por un lado qué pasaría conmigo, y por el otro si Dios realmente existía y me podría sanar.
Una mañana camino a mi trabajo me fui pensando que si Dios era el bien supremo, Él debía guiarme en forma clara y evidente. Ese día en mi trabajo en una planta de automóviles, tuve que reunirme con un ingeniero de un departamento técnico. Apenas me vio me dijo: “¡Oh!, veo que tiene un problema como el mío. He visto a todos los especialistas de aquí y del exterior. El último me recomendó una pomada que usaban los faraones, sin ningún resultado”. Me dijo cómo podía evitar que se agravara el problema y que me resignara a que era incurable.
Esa noche, el temor me tuvo más despierto que nunca. Entonces volví a pensar otra vez en Dios, el Espíritu, y de repente tuve una vislumbre espiritual. ¡Dios me había respondido! Los comentarios que hizo esa persona en mi trabajo me habían demostrado que la medicina material no podía dar una solución. De alguna manera, yo ya lo sabía, ya que el médico de la fábrica me había visto, pero no me había ofrecido ninguna solución. Tenía que elegir específicamente entre la materia y el Espíritu, y se expresó de esta manera: “O sigues el camino del impresionante materialismo de los antiguos reyes de Egipto, los faraones, con sus falsos dioses y continúas siendo esclavo de la materia, o sales de Egipto y cruzas el Mar Rojo — mi mar de dudas — con la esperanza de llegar a la tierra prometida de la salud, guiado por el poder del Espíritu, el bien”.
Muchas posibilidades de elegir no tenía, así que, lleno de dudas, decidí recurrir a una practicista de la Ciencia Cristiana para que orara por mí. Esta persona muy amorosa me dio a leer un libro llamado La unidad del bien escrito por Mary Baker Eddy, y algunas citas de la Biblia. Después de un mes de estudio y oración, perdí el temor. Pero debido a que yo estaba viendo que la condición material no se mejoraba, no reconocí la importancia de este cambio. Sentí que no estaba sanándome, y me pregunté si la practicista realmente me estaba ayudando.
A los pocos días, al verme en el espejo, tuve otro inspirado mensaje. Me vino con claridad que el problema no era la practicista, ni Dios. No era ella que tenía que sanarse, ni Dios que cambiar. Era yo el que tenía que manifestar salud, así que era yo quien debía cambiar. Tomé la firme determinación de no aceptar lo que los sentidos materiales parecían decirme del problema, y decidí no mirarme nunca más al espejo. Me afeitaría de memoria.
Estaba aprendiendo que la verdad espiritual no se percibe por medio de los sentidos materiales. Nuestro verdadero ser no se percibe con los ojos materiales. El sentido espiritual es la capacidad a través de la cual comprendemos a Dios. Esa semana una persona me preguntó qué me había pasado en la cara. Le respondí con toda firmeza que a mí no me había pasado nada. Cuando me quedé solo, reflexioné sobre mi respuesta y me dije a mí mismo: “Es verdad que nada le ha pasado a mi verdadero ser. Esta enfermedad nunca ha tocado al ser espiritual creado a la semejanza de Dios, el Espíritu. Lo que es más, por ser el hijo del Espíritu, solo puedo expresar perfección y salud”.
Al cambiar mi concepto acerca de Dios y el hombre, el problema fue desapareciendo gradualmente.
Poco a poco, al cambiar mi concepto acerca de Dios y el hombre, el problema fue desapareciendo gradualmente. ¡Qué hermoso fue sentirse bien! Sin embargo, la mayor alegría fue que había comprobado por mí mismo que realmente Dios es el bien. El Espíritu nos responde, pero necesitamos hacer el esfuerzo de negar la materialidad y afirmar nuestra perfección espiritual.
Debido a esta curación, Dios se convirtió en una santa presencia para mí, el Espíritu todopoderoso, y no un anciano sentado en una nube. Este fue un momento decisivo en mi vida. Ser ateo es como ser huérfano. Creer en Dios es reconocer a nuestro verdadero Padre-Madre y saber que siempre nos estuvo amando aun cuando estuvimos extraviados. Lo que es más, creer en Dios no es un signo de debilidad sino de inteligencia, porque percibimos que Dios es Verdad, por más que alguien niegue o ignore este hecho.
Con el tiempo comprendí los dos primeros mandamientos que había rechazado. El primero, tener un solo Dios, define Su unicidad. Y el segundo, que dice que no debemos tener ningún tipo de imágenes materiales, define a Dios como Espíritu incorpóreo. Esta experiencia me enseñó a no preguntarme nunca más: “¿Qué hace Dios por mí?” Sino que necesité preguntarme: “¿Cómo puedo reflejar mejor a Dios? ¿Cómo puedo expresar inteligencia y bondad y así reflejar a Dios?”
Hoy comprendo que la misericordia de Dios, el Amor, es tan grande que Él se nos revela en formas que podemos comprender. Este concepto vital y sanador de Dios fue expresado por el Apóstol Pedro, al contestar a la pregunta de Jesús: “¿Quién decís que soy yo?”, con las palabras: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Mateo 16:13, 16. Este Dios viviente es el que nos sana, nos salva y nos bendice al revelar al Cristo, el ser espiritual y perfecto del hombre que está en cada uno de nosotros.
Mirad cuál amor nos ha dado el Padre,
para que seamos llamados hijos de Dios;
por esto el mundo no nos conoce,
porque no le conoció a él.
Amados, ahora somos hijos de Dios,
y aún no se ha manifestado
lo que hemos de ser;
pero sabemos que cuando él
se manifieste, seremos semejantes a él,
porque le veremos tal como él es.
Y todo aquel que tiene
esta esperanza en él,
se purifica a sí mismo,
así como él es puro.
1 Juan 3:1—3