Skip to main content Skip to search Skip to header Skip to footer

Una Noche Cuando mi...

Del número de septiembre de 1996 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Una Noche Cuando mi hijo tenía alrededor de dieciséis meses, noté que estaba congestionado y tenía mucha fiebre. Generalmente, primero oraba por mi hijo antes de pedir ayuda a un practicista. Pero esta vez, me sentí impulsada a pedir tratamiento metafísico de inmediato, y llamé a una practicista local, que comenzó a orar por mi hijo.

Esa noche se despertó dos veces con convulsiones. Inmediatamente lo levanté y le declaré verdades en voz alta, verdades de su unidad con Dios, y sobre el profundo amor que Dios sentía por él, asegurándole que todo estaba bien. En las dos ocasiones, se tranquilizó rápidamente y volvió a dormirse. Esto se repitió por tercera vez muy temprano en la mañana, pero en vez de ponerlo de vuelta en su cama, lo llevé al piso de abajo, y le canté himnos mientras nos hamacábamos.

Yo miraba a través de la ventana y cantaba el himno No. 207 escrito por la Sra. Eddy, del Himnario de la Ciencia Cristiana:

“Gentil presencia, gozo, paz, poder, divina Vida, Tuyo todo es. Amor, que al ave Su cuidado da, conserva de mi niño el progresar”.

Yo afirmaba y sentía la presencia de Dios, y sabía que el niño era el hijo del Amor, que lo cuidaba y mantenía a salvo. Dios protegía a este niño y siempre estaba bajo Su cuidado. Ninguna enfermedad podía ser real en el Amor divino, ni podía asustarme.

Me encontraba serena y esperando el bien, cuando de pronto pensé: “Se murió”. Miré al niño extendido en mis brazos y así parecía.

Al instante un enérgico “No” llenó mi pensamiento. Una y otra vez negué la realidad de la muerte, persistente y enfáticamente, y traté de despertar al niño varias veces, pero no respondía. Pensé en pedirle a mi esposo que llamara a la practicista. Cuando me levanté de la hamaca, oí un débil sonido del niño, que rápidamente se convirtió en un llanto fuerte. Ningún ruido jamás sonó tan dulce. Me senté con él llena de alegría

Mi esposo bajó al piso de abajo y tomó al niño, mientras yo llamaba a la practicista y le contaba lo que había sucedido. Ella me dijo que esa noche antes de acostarse, había estudiado minuciosamente una declaración de No y Sí por la Sra. Eddy que dice: “Nunca ha habido momento en que el mal fuese real” (pág. 24). Hablamos un poco más y regresé donde estaban mi esposo y mi hijo.

El niño estaba alerta y se había tranquilizado. Lo llevé a la cama de vuelta y se durmió de inmediato. Yo permanecí observándolo y reafirmando la presencia de Dios y la perfección de mi hijo como reflejo de Dios. Su respiración era normal y yo me sentía llena de gratitud porque Dios estaba cerca nuestro, y por Su gran amor.

Cuando nuestro hijo se despertó cuarenta y cinco minutos más tarde, estaba completamente sano y listo para tomar el desayuno. No hubo lapso de recuperación, toda la fiebre y congestión habían desaparecido. Y tuvo un día activo como siempre.

Durante el día pensé en esos momentos. La oración había inundado mi pensamiento con la verdad de la omnipresencia de Dios. Esto no podía revertirse. El poder de las verdades espirituales que estuve afirmando, me capacitaron para negarme a creer en la evidencia de la muerte.

Percibí más claramente la naturaleza ilusoria del sueño de la mente mortal, o magnetismo animal, y cómo trata de operar: primero trata de sugerir, y luego trata de convencer. Pude ver que esto jamás podía suceder, y nunca sucedió, porque el mal no puede existir y yo no puedo creer que exista.

Transcurrieron varios días de oración antes de que se borrara de mi consciencia el cuadro latente de temor y muerte.

También luchaba con el pensamiento de ¿qué hubiera pasado si yo no hubiese localizado a la practicista? ¿Qué habría sucedido si lo hubiera acostado en la cama la tercera vez? ¿Qué hubiera pasado si me hubiese dejado abrumar por el temor? Estas sugestiones agresivas al principio me paralizaban.

Lo que puso fin a todo esto fue el entendimiento de que no podía haber otro resultado que la vida, porque jamás podía haber dos resultados posibles para la creación de Dios, uno bueno y otro malo. La Vida, Dios, es todo lo que está presente y todo lo que siempre está manifestándose, por lo tanto no hay elección ni opción. La vida del niño, reflejo de la Vida divina, es eterna, nunca comenzó y nunca podría terminar. Este reconocimiento me hizo sentir totalmente libre.

Ese niño es ahora un hombre joven. A través de los años sanó de infecciones, verrugas, forúnculos y una lesión en la cabeza.

También deseo agregar una curación que tuve recientemente. Durante alrededor de diez años, tuve una protuberancia, y aunque no me producía molestias y no era notoria, me di tratamiento en la Ciencia Cristiana. Periódicamente recibía ayuda de un practicista. No ignoré ese estado físico, pero tampoco noté un cambio evidente.

De pronto en 1993, noté que el bulto se había inflamado y todo movimiento me resultaba insoportable. Aunque hasta sentarme para trabajar era muy molesto, me apoyaba en Dios tan absolutamente, y me vinculaba con tanto amor con toda persona que se acercaba a mi escritorio, que me sentí sostenida con la gracia y la serenidad divina durante ese tiempo.

Había aprendido muchas verdades maravillosas a través de los años, al orar por esta curación. El versículo bíblico de Salmos (56:4) “No temeré; ¿qué puede hacerme el hombre?”, y el versículo de 1 Juan 4:18: “El perfecto amor echa fuera el temor”, resumen la eficacia de mis declaraciones de la Verdad.

Llegué a sentir una enorme gratitud por todo el crecimiento espiritual que experimentaba, y que me elevaba por encima del temor y el dolor. Estas lecciones que aprendí fueron más importantes que la eliminación del dolor. Aprendí que puesto que la Vida divina no tiene carga alguna, mi vida no podía tener ninguna, y especialmente que yo no soy ni puedo ser jamás una carga. Esta verdad me dio mucho alivio y alegría, y terminó con el sentimiento de haber sido una imposición para los demás en muchas ocasiones.

Después de tres semanas y media de oración perseverante, comencé a sentir que la luz de la Verdad había tocado cada rincón de mi pensamiento. Sentí la calidez, ternura y amor del Espíritu. Entonces, mientras reflexionaba acerca de esto, y confiaba en que Dios mostraría todo lo que necesitaba aclaración, de pronto tuve un pensamiento muy oscuro y deprimente. Inmediatamente lo combatí con energía, declarando con vehemencia que no hay pensamientos infelices en el Amor, y que la Vida nunca es trágica, que ningún pensamiento insidioso podía ser parte de mi consciencia, porque ningún pensamiento semejante podía ser parte de la Mente divina. Negar esto me hizo reconocer que ahi donde esta discordancia parecía estar, se hallaba el ideal hermoso de la Verdad. Esto fue poderoso.

Continué con estas declaraciones, mientras hacía los quehaceres de la casa. De pronto, el bulto se abrió y comenzó a drenar. Cuando volvió a hincharse esa semana, perseveré en las verdades antes mencionadas, reclamé que eran eficaces, disipé el desaliento, y oré por tener mayor confianza. Al cabo de una semana, el bulto se abrió y drenó nuevamente, y mi cuerpo ha estado completamente normal desde entonces.

También sané de una costilla dislocada, caries dental, amigdalitis, problemas del corazón y un bulto en la cara. Cada día se vuelve más preciado, a medida que aprendo acerca del amor de Dios y el tierno propósito que estableció para mí.



Para explorar más contenido similar a este, lo invitamos a registrarse para recibir notificaciones semanales del Heraldo. Recibirá artículos, grabaciones de audio y anuncios directamente por WhatsApp o correo electrónico. 

Registrarse

Más en este número / septiembre de 1996

La misión del Heraldo

 “... para proclamar la actividad y disponibilidad universales de la Verdad...”

                                                                                                          Mary Baker Eddy

Saber más acerca del Heraldo y su misión.