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Cuando Mi Hijo tenía...

Del número de diciembre de 1997 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cuando Mi Hijo tenía unos nueve meses, mi esposo, llevándolo alzado en un brazo escaleras abajo, y en el otro sosteniendo dos portafolios, se resbaló, y todo lo que llevaba voló por el aire, incluso nuestro hijo. El bebé cayó al pie de las escaleras.

Me aterroricé mucho, y me di cuenta de que cuando quería declarar en oración la totalidad y bondad de Dios, el temor me dominaba a tal punto que no podía pensar en nada más. Mi pensamiento estaba en blanco.

Después de tratar de calmar a nuestro hijo durante cinco minutos, sin ningún resultado, llamé a un practicista de la Ciencia Cristiana. Me recordó un himno que comienza: “Brazos del eterno Amor guardan a Su creación” (Himnario de la Ciencia Cristiana, No. 53). Me aseguró de que los brazos de Dios estaban siempre alrededor de mi hijo, y que nunca podía caer y jamás había caído del cuidado de Dios. Conversamos brevemente y con esos pensamientos consoladores me reuní otra vez con mi esposo y mi hijo. El practicista me dijo que oraría inmediatamente por el bebé.

A los pocos minutos dejó de llorar, pero luego parecía que no se podía mantener sentado derecho por sí mismo. De nuevo me invadió un temor tan grande que tuve que llamar otra vez al practicista. Me dijo que podía regocijarme en ese mismo momento y allí mismo en el poder de Dios, y que podía expresar alegría, alegría porque un accidente es desconocido para Dios, por lo tanto nunca le sucedió a Su hijo en el reino de Dios. Me dijo que podía tomar la firme resolución de mantenerme alegre, y que quizás quisiera cantarle algunos himnos al bebé para expresar alegría.

La verdad de que ningún accidente había ocurrido que pudiera robar la alegría natural que Dios había otorgado a mi familia, eliminó el temor asfixiante que sentía.

Bajé las escaleras y alcé a mi hijo. Caminamos alrededor de la habitación mientras yo cantaba himnos. Antes de que terminara de cantar el primer himno, se enderezó en mis brazos, sosteniéndose por sí mismo, volvió a sonreír y su aparente debilidad desapareció. Los otros himnos que cantamos fueron realmente himnos de alegría por el poder majestuoso de Dios y por el gran amor que tiene por Sus hijos. Me sentí nuevamente maravillada, esta vez de gratitud por el efecto inmediato de la oración.

El resto del día continuamos con nuestras actividades normales. Cuando llegó la hora de cenar el bebé no quiso comer, sólo quería dormir. Como esto no era muy normal en él, empecé a preocuparme sobre los efectos de una posible concusión, y llamé otra vez al practicista. Me dijo que Dios le da descanso a Sus hijos, pero que ese descanso es dulce y apacible, no es peligroso ni preocupante. Lo acosté, y empecé a orar con diligencia, pensando en los sinónimos de Dios como los describe Ciencia y Salud (véase pág. 465), afirmando que nuestro hijo poseía, por reflejo, todas las cualidades de Dios, que es Amor. Me sentí tranquila y con la total convicción de que mi hijo manifestaba esas cualidades en ese mismo momento, y que siempre las había manifestado.

Mientras aún oraba, se despertó y cenó normalmente, jugó por un rato, y luego nuevamente se durmió, completamente libre de todo efecto de la caída.

Un día, este mismo hijo se despertó de su siesta quejándose de que le dolía el oído. Parecía que estaba lastimado o enfermo, pero me dijo que no se había lastimado. La noche anterior yo había concurrido a la reunión de testimonios en mi iglesia. Las lecturas habían sido sobre la naturaleza que es propia de los niños. Durante la reunión, me había llamado la atención que es totalmente natural para los niños recibir y responder a las ideas de Dios. Consideré esto otra vez mientras hablaba con él acerca de su capacidad para escuchar lo que Dios estaba diciendo. Reconocí para mí misma que mi hijo tenía la capacidad de escuchar sólo lo que Dios le estaba diciendo, y de responder a ello.

Cantamos cuatro himnos. Cuando terminamos de cantar él ya estaba sano: el oído tenía su color normal y se sentía bien. Estaba sorprendida de la rapidez de la curación, y conmovida a la vez de ver a mi hijo, el hijo de Dios, responder tan naturalmente a la voz de su Padre-Madre.

En una ocasión en que estábamos visitando un zoológico, le permitieron a mi hijo sentarse con su primo más grande en la cerca para ver a los elefantes, mientras las madres limpiaban lo que había quedado del picnic. Al mirar lo que estaba haciendo, vi que se caía de espaldas de la cerca y se golpeaba la cabeza al llegar al suelo. Una mujer que vio lo que pasó, y que estaba más cerca que yo, me dijo que se había dado un golpe muy fuerte, y me señaló donde se encontraba la asistencia médica. Le agradecí y llevé a mi hijo a un banco del parque para consolarlo.

Me sentía segura de que él sólo podía moverse en los brazos de Dios, y que nunca había estado separado de nada que no fuera el bien, y le hablé del amor de Dios y de Su cuidado.

Luego de unos minutos estuvo de acuerdo en sentarse en su cochecito, y cuando vimos otro animal, se levantó del cochecito y estuvo muy contento de ver que era un bebé rinoceronte que festejaba el cumpleaños el mismo día que mi hijo. Estuvo muy feliz y libre todo el resto del día. No hablamos más del accidente y estuvo completamente bien, tan bien que cuando su abuelo le preguntó más tarde si se había caído de la cerca en el zoológico, tuvo que detenerse a pensarlo. Le contestó con un rápido “sí”, y luego empezó a contarle lo bien que lo había pasado.

Siento un gran aprecio por el fundamento bíblico de las enseñanzas de la Ciencia Cristiana y por la luz que Ciencia y Salud derrama sobre la Biblia. ¡Qué gran religión es ésta!



La Iglesia Madre
es La Primera Iglesia de Cristo, Científico,
en Boston, Massachusetts.
Sus filiales se denominan Iglesias de Cristo,
Científico, y Sociedades de la Ciencia Cristiana.

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