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Sacrificio, bendición y progreso

Del número de abril de 1997 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Mi Amigo Me Decía que estaba teniendo un año muy difícil. Sentía que las circunstancias — o quizás Dios mismo (de esto no estaba seguro)— le habían obligado a renunciar a muchas cosas. Había tenido que dejar el trabajo que tanto amaba, cambiar de estilo de vida bruscamente, y abandonar una serie de actividades que lo habían enriquecido mucho. Me dijo que había sacrificado muchas cosas ese año, pero que aparentemente no estaba recibiendo nada a cambio. ¿Y todo esto para qué? ¿Tenía alguna importancia? ¿Podía esperar algún progreso en su vida?

La mayoría de nosotros probablemente se pueda identificar con lo que este hombre estaba enfrentando. Resulta difícil sentir que estamos renunciando a algo importante en nuestra vida si vemos que nada bueno parece resultar de ese sacrificio. No obstante, hay un modo de considerar el sacrificio desde una perspectiva más espiritual que verdaderamente la relacione con el progreso y con las bendiciones que Dios ha otorgado a Su creación, y que transforme un sentido de pérdida en verdadera ganancia.

Es importante reconocer que Dios no nos exige que renunciemos a nada que sea verdaderamente bueno. La Ciencia Cristiana explica que Dios es el que da todo el bien; no nos despoja de nuestra alegría, de nuestra esperanza ni de nuestra paz. Dios, que es Amor infinito y Vida divina, crea y mantiene todo lo que es bueno en el hombre, todo lo que produce verdadera satisfacción y progreso. El Amor puro no destruye lo que es bueno; ni tampoco Dios, la Mente divina y omnipotente, descuida el bien que Él establece y las bendiciones que concede a Sus hijos.

Esta clase de sacrificio es el sacrificio propio, el renunciamiento a un falso sentido del yo, o ego.

Lo que la ley de Dios nos exige, al ocuparnos de nuestra salvación y crecer en gracia, no es que dejemos de lado los elementos más enriquecedores y bellos de nuestra vida, sino que sintamos el deseo sincero de despojarnos de todo lo que pueda limitar nuestro concepto de la realidad divina. La ley de Dios exige que nos despojemos de todo aquello que pueda degradar la pureza y la alegría de vivir; todo aquello que pueda materializar y por lo tanto corromper nuestros valores e ideales, aquello que trate de separarnos de Dios y negar todo el bien que se está expresando ahora en nuestro verdadero ser. La ley de Dios exige que nos despojemos de todo lo que pueda perjudicar nuestra comprensión y expresión de lo que en realidad somos; la manifestación espiritual y la bienamada imagen y semejanza de nuestro Hacedor. En realidad, esta clase de sacrificio es el sacrificio propio, el renunciamiento a un falso sentido del yo, o ego. Significa renunciar a nuestra voluntad personal, a los objetivos y conceptos personales que nosotros mismos proyectamos en cuanto a lo que es conveniente y deseable para nuestra vida. También significa que no debemos seguir creyendo que tenemos una mente e inteligencia separadas de Dios, o que dirigimos nuestra experiencia independientemente de Su voluntad y guía divinas.

Nos liberamos de los límites que nosotros mismos le hemos impuesto al bien.

Tal vez este renunciamiento consciente a nuestra propia voluntad y a una vida centrada en uno mismo, en vez de tener que renunciar al verdadero bien, es lo que el Salmista estaba indicando en el Antiguo Testamento cuando expresó lo que Dios espera de nosotros: "Porque no quieres sacrificio, que yo lo daría; no quieres holocausto. Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios". Salmo 51:16–17.

Aquí, la palabra sacrificio literalmente significa "matanza". Ciertamente que el Dios del amor universal no desea que nuestra vida ni nuestro bien sea "muerto" [sacrificado] en un altar de conceptos erróneos acerca de la Deidad, ni de opiniones equivocadas acerca del lugar que ocupamos en Su plan divino. No obstante, debemos estar dispuestos a eliminar cualquier punto de vista auto-condenatorio, egoísta o destructivo sobre nuestra identidad. Cuando estos conceptos ceden ante la acción redentora del Cristo, la Verdad, en nuestra consciencia, aprendemos a ser humildes, y obtenemos un corazón más contrito. Realmente nos liberamos de los límites que nosotros mismos le hemos impuesto al bien. Encontramos verdadera paz y alegría. Percibimos la promesa y las bendiciones de nuestra verdadera individualidad como la imagen siempre perfecta de Dios.

Pensemos en el encuentro del Maestro con un humilde escriba...

Mary Baker Eddy, la descubridora de las leyes de Dios y su aplicación científica a cada aspecto de la experiencia humana, escribe extensamente sobre el tema del sacrificio. En un folleto titulado No y Sí, la Sra. Eddy plantea varios interrogantes acerca de la Ciencia Cristiana; ella sentía que este tema necesitaba una atención específica para que la gente tuviera una idea más clara de lo que esta Ciencia enseña. Ella escribe que la "teología y la medicina de Jesús" eran "una y la misma cosa" en Dios, y afirma que sobre esta base Jesús realizaba sus curaciones, y por consiguiente también lo hace la Ciencia Cristiana.No y Sí, pág. 1. La Sra. Eddy también escribe acerca del sacrificio insuperable que el Salvador hizo en bien de la humanidad: "El sacrificio de Jesús se destaca preeminentemente en medio del sufrimiento físico y del dolor humano". En la siguiente oración ella declara: "La gloria de la vida humana consiste en vencer la enfermedad, el pecado y la muerte". También aclara que el sacrificio de Jesús también significaba que esa "gloria" sería para toda la humanidad.Ibid., págs. 33–34.

La teología y las obras profundamente sanadoras de Cristo Jesús confirman lo que el Salmista percibió acerca de la naturaleza amorosa de Dios, y sobre el sentido redentor del sacrificio que significa desprenderse de un falso sentido del ego, del orgullo y de la voluntad propia. Pensemos en el encuentro del Maestro con un humilde escriba que había estado escuchando silenciosamente las respuestas inspiradas que Jesús daba a un grupo de líderes religiosos conocidos como Saduceos. Marcos 12:18–34. Los Saduceos parecían resueltos a sorprender a Jesús violando alguna ley teológica con el propósito de desacreditar su ministerio. Sin embargo, Jesús estaba hablando específicamente acerca de la verdad de Dios, y esto era algo indiscutible.

Al escuchar las palabras de Jesús, el escriba se acerca y le hace una pregunta con toda sinceridad: "¿Cuál es el primer mandamiento de todos?"

Jesús le responde no solo con el primer mandamiento que habla de la existencia de un solo Dios a quien debemos amar con todo nuestro corazón, sino que Jesús también le menciona un segundo mandamiento: "Y el segundo es semejante", le dice Jesús, "Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos".

El escriba se siente conmovido por el espíritu y la verdad de las palabras del Maestro: "Bien, Maestro", le responde, "verdad has dicho, que uno es Dios, y no hay otro fuera de él; y el amarle con todo el corazón, con todo el entendimiento, con toda el alma, y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, es más que todos los holocaustos y sacrificios".

Por su parte, Jesús ciertamente percibe un "corazón contrito" en el escriba, porque el relato nos dice que "Jesús entonces, viendo que había respondido sabiamente, le dijo: No estás lejos del reino de Dios".

Aquí hay una clara conexión entre la bendición de Dios, el progreso espiritual y el sacrificio del yo, el renunciamiento a los deseos egoístas y al amor propio. Un amor espontáneo por Dios y por nuestro prójimo, abre las ventanas de nuestra consciencia y de nuestro corazón para recibir Su reino, y para ser testigos del gran bien que Dios está derramando en nuestra vida en este mismo momento. Mary Baker Eddy nos brinda este sencillo y sincero apoyo: "El sacrificio de sí mismo es el camino verdadero que conduce al cielo".No y Sí, pág. 33.

El llegar a comprender el reino de Dios, la realidad de Dios — llegar a percibir la promesa, la presencia y el poder del bien divino, aquí y ahora, por medio de una mayor humildad y purificación del pensamiento — es verdadero progreso. Este progreso nunca es etéreo. No es simplemente un proceso de la mente humana, sino la ley de Dios, la evidencia de Su gracia. Toca cada aspecto de nuestra vida; eleva, espiritualiza, renueva y bendice todo lo que hacemos. Y es este desarrollo espiritual, que se expresa en corazones humildes y puros, y en vidas sanas, lo que nos da la respuesta a nuestras dudas: "¿Vale la pena vivir?", "¿Tiene alguna importancia?"

¿Acaso habrá algún progreso en nuestra vida? Cada señal de la gracia y el amor de Dios en el "camino que conduce al cielo" nos indica que habrá progreso. El sacrificio, la bendición y el progreso son inseparables, y revelan la perfección divina que siempre ha formado parte de nuestro verdadero ser como reflejos de Dios.

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