La Iglesia Episcopal del vecindario donde vivía durante mi juventud me hacía sentir una profunda reverencia a Dios. La sentía en la liturgia, en la música y en las oraciones de sus servicios religiosos; y la sentí especialmente un día inolvidable de mi adolescencia.
Era una tarde a mediados de semana; por alguna razón hace ya mucho tiempo olvidada, me sentía sin dirección y deprimida, sin saber a dónde recurrir en busca de ayuda. Pero recordé que las puertas del santuario de la iglesia permanecían abiertas en todo momento para que la gente pudiera ir a orar, y hacia allí me dirigí.
Había estado en ese santuario mucha veces antes, pero nunca cuando estaba completamente vacío. Allí sola, en la quietud, en la inmensidad y grandeza de los altos techos y magnífica arquitectura, sentí la presencia de Dios; de hecho, me sentí envuelta en la presencia de Dios, y me arrodillé a orar. A medida que oraba, mi preocupación se disolvió en la nada; un vivo sentido de la grandeza de Dios estaba llevando mi corazón por nuevos rumbos. Lo que era importante para mí ahora era simplemente vivir en una forma que honrara a Dios. Quería mantenerme en ese estado; quería continuar en ese santuario. Pero, por supuesto, no podía quedarme allí. Sin embargo, el recuerdo de esa experiencia obviamente permaneció en mí.
Tuve sentimientos parecidos en un paraje totalmente diferente, cuando nuestra familia estaba de vacaciones un verano en Colorado. Era un lugar llamado Maroon Bells (que significa Campanas Púrpuras) debido a las puestas de sol de rojo profundo, que embellecen este valle donde descansa un hermoso lago, al pie de una majestuosa montaña. Mientras caminábamos por el sendero que conduce al lago, nos rodeaba tal serenidad, grandeza y belleza, que me hablaba claramente de la presencia y el poder de Dios. Nuevamente, mi corazón se sintió conmovido en reverencia a Dios y tuve el deseo de vivir de una forma que Lo honrara; nuevamente sentí que quería permanecer en ese lugar para siempre. Esa experiencia también se ha grabado en mi corazón.
Estos fueron momentos importantes en mi vida. Mi pensamiento se elevó a un respeto y amor por Dios que pusieron mis preocupaciones en su contexto correcto, subordinados a la confianza en Dios. En los dos casos, yo estaba adorando a Dios en un hermoso lugar físico; pero el culto tuvo lugar en mis afectos. Y ahí, según he aprendido con el correr de los años, es donde el culto debe tener lugar si ha de producir un efecto decisivo en nuestra vida.
Mientras los servicios de culto público, santuarios hermosos y sitios naturales sirven para elevar nuestro pensamiento a Dios, ningún lugar especial ni conjunto de circunstancias puede imprimir la reverencia a Dios en nuestro corazón. Más bien, es la consciencia de la presencia de Dios que todo lo abarca, la consciencia de Su sagrada naturaleza, que lo hace. En esta consciencia pura sabemos intuitivamente que Dios es el Espíritu infinito y omnímodo, la Mente divina, y que en Él vivimos; que nunca estamos fuera de Su presencia. Este conocimiento intuitivo se desarrolla, hasta convertirse en una inspirada comprensión espiritual de la realidad de Dios como Todo y de nuestra unidad con Él como Su semejanza espiritual. Y ahí es donde podemos permanecer, en cualquier escenario físico. Ahí es donde realmente sentimos la santidad y grandeza de Dios, que nos hace querer rendirle culto en nuestra vida.
El ejemplo de Cristo Jesús
La consciencia espiritual en verdad es un lugar sagrado, un santuario para adorar a Dios. Vivir en consciente unidad con Dios, reverenciándole en nuestros afectos y con nuestra vida, es práctico, como fue plenamente ilustrado en la vida de Cristo Jesús. No sólo experimentó él mismo las bendiciones de esta clase de adoración en su vida cotidiana, sino que quienes estuvieron en su presencia fueron profundamente conmovidos, transformados, sanados. Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia del Cristo, comentó sobre lo que los discípulos de Jesús sentían en su presencia: "Cuando él estaba con ellos, una barca de pesca se volvía un santuario, y la soledad se poblaba de santos mensajes del Padre de Todo".Retrospección e Introspección, pág. 91.
En una ocasión, una mujer samaritana habló con Jesús respecto al lugar para adorar a Dios. Ella dijo: "Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar". La respuesta de Jesús puso la adoración en un contexto enteramente diferente: "Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren". Juan 4:20-21, 23-24.
Todos sentiremos las bendiciones de Dios a medida que humilde y sinceramente nos encontremos en el santuario de la consciencia espiritual, sepamos y aceptemos nuestra unidad con Él, y lo reverenciemos y honremos en nuestra manera de pensar y vivir. Sin embargo, la bendición no es solamente nuestra. Puesto que este santuario es la consciencia de la presencia de Dios que todo lo abarca, esta bendición también la sienten aquellos con quienes oramos en la iglesia, miembros de la familia, compañeros de trabajo, gente de nuestras comunidades y gente más allá de nuestro entorno. Adorar a Dios "en espíritu y en verdad" es una poderosa y sanadora manera de vivir. El conocer y honrar a Dios en la consciencia de Su sagrada presencia, hace que Su influencia salvadora y transformadora se haga sentir.