A Comienzos de la primavera el desierto Anza-Borrego al sudoeste de los Estados Unidos, se transforma en un arco iris de color, una fuente de actividad. Los oscuros y rígidos ocotillos se tiñen de naranja y rojo en sus extremos. La amapola, la serpentaria y el cactus del desierto florecen. Los frágiles camarones, cuyos huevos enterrados pueden sobrevivir sequías de hasta 20 años, rompen el cascarón y crecen con la fuerte lluvia.
Todo el desierto sufre una especie de proceso de revelado, que expone todo lo que realmente es. En cierta forma, todas esas maravillas han estado allí todo el tiempo, siendo inadvertidas por el ojo no avezado.
Cuando pensamos en la práctica de las normas morales en la sociedad de nuestros días, especialmente en las instituciones políticas, tal vez se nos presente la imagen de un desierto, aunque no precisamente florecido. Quizás las lealtades políticas parezcan ser fluctuantes como la arena. Quizás parezca que el entendimiento espiritual, base del liderazgo moral, es un oasis en extinción en el yermo del materialismo. Quizás el desierto del mediodía parezca sin vida. Pero no es así.
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