Un Miércoles, cuando me dirigía a la iglesia de la Christian Science a la que concurro, al descender del ómnibus se me salió la sandalia que llevaba puesta y resbalé golpéandome la espalda contra el filo de cada uno de los tres escalones metálicos hasta caer sobre el pavimento. Atiné a pedirle al conductor que no arrancara y me puse de pie con gran dificultad. El dolor era tan intenso que se me entrecortaba la respiración. No obstante, recogí la sandalia y el colectivo arrancó siguiendo su camino.
Comencé a orar firmemente pensando en las verdades que aprendemos en la Christian Science. En lo primero que pensé fue: "No hay poder aparte de Dios". De ahí en más, se entabló una lucha con mis propios temores y argumentos, tales como: "Nadie se acercó a ayudarte ni a preguntarte cómo te sentías". En seguida "la voz callada y suave" de la Verdad contrarrestó esa sugestión equivocada de autoconmiseración: "¡Qué mejor, así podrás orar libremente reconociendo que en el Reino de lo real no hay accidentes" (véase Ciencia y Salud, pág. 424).
Luego recordé la inscripción de una moneda estadounidense que me impactó cuando la vi por primera vez. Decía: "In God we trust" (en Dios confiamos). ¡Claro que confío en ese Dios que salvó a los hombres del horno ardiente, de los leones hambrientos, de la víbora venenosa y de tantas otras pruebas que encontramos a lo largo de las narraciones bíblicas!
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