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Más allá de la muerte

Del número de abril de 1999 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cuando Mi padre falleció, me encontraba en el otro extremo del mundo conduciendo una serie de reuniones en las cuales era necesaria mi continua presencia. Mi madre había fallecido hacía unos años, y me enteré del fallecimiento de mi padre cuando en la tarde iba de una reunión a otra. Me disculpé y me puse a orar en silencio en el cuarto del hotel, sintiéndome luego preparado para la siguiente reunión. Más tarde, al enterarse de la noticia, uno de mis colegas me comentó que el fallecimiento de sus padres fue para ella una oportunidad para aprender más que nunca acerca de Dios, la Vida divina.

Decidí hacer lo mismo. Y a través de la oración y de mi estudio de la Biblia y Ciencia y Salud, percibí claramente que mi padre de ninguna manera había dejado de vivir, sino que había pasado a un estado de conciencia diferente. Aunque ya no podía comunicarme con él humanamente, no podía perder nada del bien que él me había dado a través de su larga vida humana, porque ese bien permanecía en mi conciencia. Y el bien que mora en nuestra conciencia es nuestro para siempre. Nunca podemos perderlo.

Más aún, percibí que el bien que recibí a través de mis padres no se había originado en ellos, sino que lo reflejaban de Dios, la fuente perpetua de todo el bien. Y ciertamente Dios no me había dejado, porque Él es el Amor divino siempre presente, que lo abraza todo, dando apoyo, consuelo y cuidado a cada una de Sus ideas, como una madre, un padre, un marido, manteniéndolas libres de todo sentido de pesar y pérdida. Comprendí que yo era tan inseparable de Dios como lo eran mis padres en un estado de conciencia diferente. Todos estábamos y estamos por siempre en unidad con Dios.

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