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Querido Heraldo

Del número de octubre de 2000 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Te escribo para contarte una hermosa experiencia que tuve. No te imaginas la alegría inmensa que sentí cuando mi corazón se abrió de par en par al Cristo sanador. ¡Qué gratitud se derramó en mi ser aquella mañana! Lágrimas de purificación brotaron ante un hecho de inmenso valor para mi progreso espiritual.

Concurría cada mañana, muy temprano, un proveedor domiciliario de pan, que llegaba a la casa contigua a la mía silbando de una manera estrepitosa, aunque no desafinada, y se iba de la misma manera que llegaba. Este hecho me encolerizaba mucho, ya que siempre me despertaba. Nunca faltaba. Era infalible. Y no importaba si llovía, hacía frío o calor. Estaba siempre ahí a las 6:40 de la mañana.

Me contuve muchas veces para no abrir la puerta de calle y manifestarle todo mi desagrado y mi ira. No obstante, yo sabía que mi actitud no era la correcta y que debía hacer algo al respecto. Comencé a orar. Recurrí al Cristo en busca de dirección.

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