Muchos Conocen la parábola de Cristo Jesús, sobre el padre cuyo hijo menor abandonó el hogar, llevando su herencia a un país distante y gastándolo todo viviendo perdidamente. Véase Lucas 15:11–24. Cuando todo lo había gastado, se encontró en una posición muy degradante. Había hambre en ese país y fue a ver al dueño de unas tierras, quien lo empleó para que apacentara cerdos. Este muchacho se estaba muriendo de hambre, y parecía que nadie se preocupaba por él. Quizás necesitara esta dura lección para despertar, pues al cabo de un tiempo comprendió que había cometido muchos errores; y con humildad regresó a su hogar, dispuesto a cambiar, incluso a ser un jornalero en la casa de su padre.
Aquí hay una lección para los padres de hoy, especialmente en la respuesta del padre. Él no lo regañó, ni lo condenó, ni lo sermoneó, ni lo castigó; cuando vio a su hijo a la distancia y se dio cuenta de que había vuelto, corrió con alegría a encontrarse con él y lo besó, feliz de que hubiera regresado para ocupar el lugar que le correspondía en la familia. No sólo eso, lo vistió con ropas finas y dio una fiesta de bienvenida para celebrar su regreso.
Puede que algunos consideren notable que este padre tan fácilmente haya dejado atrás su desengaño, y haya tratado al hijo descarriado como un rey; pero si uno lo analiza más profundamente, puede ver que el castigo y la condena nunca hubieran producido la tan necesaria reforma. ¿Acaso no fue el amor incondicional del padre lo que contribuyó a que se produjera el cambio?
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