Eso le gritó mi hijita a nuestro perrito juguetón. A él le encantaba estar con nosotros, y cuando no podía estar con nosotros lo poníamos del otro lado de una puerta de vidrio para que nos pudiera ver. Pero a veces no le gustaba, y se la pasaba ladrando. Y en una ocasión nuestra nena se hartó, abrió la puerta, y le gritó: “¡Cállate!” Y luego agregó: “Y eso es suficiente”.
Eso mismo deberíamos hacer cuando enfrentamos problemas. A veces los problemas gritan tan fuerte que es difícil escuchar la voz de Dios, diciéndonos que todo está bien y que nos cuida con Su amor.
Necesitamos cerrar la puerta a los pensamientos ruidosos para poder escuchar lo que Dios está diciendo. Cristo Jesús nos dijo cómo: “Cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público”. Mateo 6:6.
Tal vez tengas un lugar especial en tu habitación, como una fortaleza secreta, o una casita arriba de un árbol, o un lugar en el sótano donde te gusta esconderte. Entonces sabes lo que se siente cuando uno entra en ese lugar secreto y está solo y en silencio. Es lindo tener un lugar así. Pero en realidad no necesitamos un aposento especial para estar callados, porque todos tenemos nuestro propio aposento en el pensamiento. Siempre puedes entrar a ese aposento y cerrar la puerta. Aunque estés en el patio de la escuela, en un partido de fútbol, o en una piscina llena de gente.
Ciencia y Salud dice: “Para orar como se debe, hay que entrar en el aposento y cerrar la puerta. Tenemos que cerrar los labios y silenciar los sentidos materiales”.Ciencia y Salud, pág. 15. Nos quedamos callados cuando les cerramos la puerta a los pensamientos temerosos y confusos, y escuchamos los pensamientos que vienen de Dios.
En la Biblia hay muchos ejemplos en que la gente se tuvo que quedar callada ante problemas alarmantes. ¿Escuchaste hablar de David y Goliat? Véase 1 Samuel, cap. 17. Goliat parecía un gigante para David y sus amigos. Goliat gritaba tanto que daba miedo, y todos se sentían amenazados al escucharlo. Además estaba cubierto de pies a cabeza con una armadura gigante.
David era solo un joven pastor. Nunca había usado una armadura. Parecía como que Goliat tenía todo a su favor. Era grandote, tenía experiencia y el equipo necesario. Pero David escuchaba a Dios. Sabía que Dios siempre lo había cuidado. (Con la ayuda de Dios, David había podido proteger sus ovejas de un león y de un oso.) También tenía comprensión y confianza, valor y fe. Esas ideas estaban en el aposento de su pensamiento, de manera que se sentía protegido y fuerte. No tuvo temor cuando con su honda y cinco piedras corrió para enfrentar a Goliat.
La primera piedra pequeña que lanzó le dio a Goliat en la frente (probablemente el único lugar que no estaba cubierto por la armadura), y Goliat cayó al suelo. Todo ese temor desapareció tan rápido como cuando uno pincha un globo. Realmente no tenía poder, fuerza, ni autoridad alguna, porque no había Dios ni bien alguno allí. Podemos acallar nuestro pensamiento y liberarnos de esos temores del tamaño de Goliat, como hizo David.
Cuando yo era chica mis padres hicieron precisamente eso. Teníamos una gatita de ocho semanas. Un domingo la pusimos en el sótano antes de irnos a la iglesia. Y cuando regresamos, nos recibió con un maullido tremendo. Había estado husmeando en el equipo de pesca de mi papá porque olía a pescado. (¡A los gatos les encanta el pescado!) Y un anzuelo de la caña de pescar le había atravesado la mejilla.
Todos nos pusimos a orar. En el aposento de nuestro pensamiento, podemos sentir la presencia del Amor perfecto que echa fuera el temor. Allí sentimos que el amor de Dios está muy cerca, y que no hay lugar para el temor. Nuestra gratita debió de haber sentido también ese amor, porque se tranquilizó y se quedó quieta en la falda de mamá.
Mientras tanto mi papá con unos alicates cortó el anzuelo y se lo sacó de la boca. Luego le dimos leche tibia, y la gatita se puso a ronronear y se durmió. Poco después vimos que ni siquiera una cicatriz le había quedado. Siempre recordamos ese momento porque nos sentimos muy cerca de Dios y percibimos esa presencia del Amor que echa fuera el temor.
Ese Amor está siempre con nosotros. Lo podemos encontrar y sentir aún en los momentos que tenemos más miedo. Cuando sentimos ese Amor todo temor desaparece. Y eso es suficiente.
