María Magdalena amaba mucho a Jesús, y estuvo fielmente cerca de la cruz durante su crucifixión, y, el primer día de la semana muy temprano, fue al sepulcro de este hombre que había transformado su vida. Pero, al principio, ni siquiera ella lo reconoció al verlo de pie afuera de la tumba. Véase Juan 19:25; 20:1–16. En el camino a Emaús, ni aun los dos discípulos que lo habían escuchado tantas veces, que habían sanado en su nombre y visto los panes y los peces multiplicarse, se dieron cuenta de que era su paciente Maestro el que caminaba con ellos y los escuchaba. Véase Lucas 24: 13–31. No obstante, Jesús había resucitado de los muertos.
Si nos sentimos solos, vencidos o con el corazón quebrantado, y tenemos dificultades en ver que el Cristo eterno, la Verdad, está presente para salvarnos, quizás podríamos pensar en esos primeros cristianos. Incluso a quienes tuvieron el privilegio de ver a Jesús después de su resurrección, les resultó difícil aceptar lo ocurrido, pues al verlo resucitado, al principio no lo reconocieron.
La Pascua nos habla de que la vida y la omnipresencia del Cristo son indestructibles. Ese poder salvador de Dios no nos abandona cuando lo interpretamos mal, lo negamos o ignoramos. El Cristo nos sigue elevando, inspirando y aumentando nuestro compromiso con él, a medida que procuramos escuchar el mensaje divino. Quizás todos hayamos experimentado en parte la pena de María, la tristeza y confusión de los hombres que caminaban hacia Emaús, o la terca obstinación de Tomás, que no creyó hasta que no vio por sí mismo la marca de los clavos en las manos del Maestro. Véase Juan 20:19–29. 4Christ and Christmas, pág. 27. Sin embargo, ni siquiera los momentos más oscuros de duda o angustia pueden resistir el poder penetrante que tiene el Cristo para fortalecernos, darnos entendimiento y apaciguar nuestro corazón.
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