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Dios te ama sin condiciones

Del número de agosto de 2001 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Me regalaron mi primer reloj cuando tenía doce años. Era dorado y muy bonito, la joya más fina que había tenido. Mi mamá y mi papá me dijeron que sólo podría usarlo dentro de la casa, cuando fuéramos a la iglesia y cuando nos vistiéramos para ocasiones especiales, como las fiestas. El reloj me hacía sentir más grande.

Un día no podía encontrar mi reloj. Busqué por todo mi cuarto, en el sótano, incluso en el jardín, pero no estaba en ninguna parte. Cada vez que entraba a mi cuarto, me sentía muy triste porque no sabía dónde estaba mi reloj.

En aquella época, mi abuela vivía con nosotros. A mí me gustaba ir a su cuarto y estar con ella. Allí tenía un hermoso carrito blanco con violetas africanas, moradas y rosa, y algunas azul claro. Yo estaba con ella todo el tiempo que podía. Ella me cepillaba el pelo, y yo se lo cepillaba a ella cuando iba a ir al salón de belleza. A veces veíamos televisión juntas, y otras cantábamos. Tenía una gran mecedora y me dejaba sentar sobre sus rodillas, aunque yo ya estaba grande.

Un día, mientras mi abuela me estaba abrazando, miró mi muñeca, y me preguntó por el reloj. Entonces me puse a llorar porque y hacía dos semanas que lo había perdido. Cuando le dije esto, ella se quedó muy callada, como se ponía siempre que estaba orando.

— Querida, — me dijo — ésta es una de esas veces cuando Dios nos ayuda a aprender algo especial de Él — . Supongo que yo sabía que Dios nos ayuda cuando lo necesitamos, pero pensaba que había cometido un grave error y sentía que no merecía Su ayuda.

Cuando le dije eso, mi abuela me mencionó un versículo de la Biblia que dice: "Sus ojos vieron todo lo preciado". Job 28:10. En silencio estuvimos sentadas, pensando que Dios sabe todo y se asegura que tengamos todo lo que necesitamos.

Cuando salí del cuarto de mi abuela, sentí que me cuidaban y me querían mucho. Había estado pensando tanto en el reloj, que me había olvidado lo mucho que me ama Dios. Me senté en la cama, y agradecí a Dios que estuviera conmigo. Sin pensarlo, me estiré y abrí el último cajón de mi cómoda; y allí estaba mi reloj, arriba de un suéter. Debió de haberse resbalado de la parte superior cuando el cajón estaba abierto. Corrí a darle a mi abuela la buena noticia.

Ahora que soy mayor y estoy pensando en ese versículo de la Biblia, me doy cuenta de que lo "preciado" que Dios ve, en realidad no es lo que está perdido, sino que ¡Dios nos ve a nosotros! Nosotros somos lo preciado.

No importa cuántos errores cometamos o cuántas cosas malas sucedan, Dios nunca deja de amarnos y ayudarnos. Ningún error es más grande que Dios; ningún error es mayor que el bien que Dios ha puesto en nosotros. Es por esa razón que, con la ayuda de Dios, siempre podemos resolver nuestros problemas.

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