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Dios te ama sin condiciones

Del número de agosto de 2001 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Me regalaron mi primer reloj cuando tenía doce años. Era dorado y muy bonito, la joya más fina que había tenido. Mi mamá y mi papá me dijeron que sólo podría usarlo dentro de la casa, cuando fuéramos a la iglesia y cuando nos vistiéramos para ocasiones especiales, como las fiestas. El reloj me hacía sentir más grande.

Un día no podía encontrar mi reloj. Busqué por todo mi cuarto, en el sótano, incluso en el jardín, pero no estaba en ninguna parte. Cada vez que entraba a mi cuarto, me sentía muy triste porque no sabía dónde estaba mi reloj.

En aquella época, mi abuela vivía con nosotros. A mí me gustaba ir a su cuarto y estar con ella. Allí tenía un hermoso carrito blanco con violetas africanas, moradas y rosa, y algunas azul claro. Yo estaba con ella todo el tiempo que podía. Ella me cepillaba el pelo, y yo se lo cepillaba a ella cuando iba a ir al salón de belleza. A veces veíamos televisión juntas, y otras cantábamos. Tenía una gran mecedora y me dejaba sentar sobre sus rodillas, aunque yo ya estaba grande.

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