EL PILOTO ANUNCIÓ que en unos minutos aterrizaríamos. Por la ventanilla del avión pude ver la costa recortada sobre un mar turquesa y unas montañas imponentes repletas de vegetación. Era la primera vez que viajaba a Venezuela. Al salir del aeropuerto me recibió otro sol, el del trópico, y me pareció que derretía el cemento y evaporaba el aire, y lo inundaba todo con su resplandor.
Y ese calorcito fue el inicio de ocho años muy hermosos de mi experiencia, donde básicamente aprendí, y aprendí, y aprendí.
Conocí animales de los que no había tenido noticia antes, como los rabipelados y los zamuros. Disfruté de ver las guacamayas sobrevolando impertérritas el bullicio de la ciudad en los atardeceres caraqueños. Aprendí a distinguir las falsas corales de las verdaderas que un par de veces se nos cruzaron en el jardín, y adopté la costumbre de revisar los zapatos para evitar encuentros indeseados con los alacranes. También aprendí a disfrutar de un buen pabellón [comida típica de Venezuela hecha con frijoles negros, carne, arroz, salsa de tomate y plátano] a sentir en los dedos cuándo la masa de la arepa [torta de maíz] está lista para enfrentarse al budare [plato hecho de barro o hierro donde se cocina la torta de maíz], a probar de cada casa ”la mejor hallaca [comida tradicional de Navidad] del mundo”, y entre medio degustar jugos deliciosos y frutas exquisitas.
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