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La reconstrucción

Del número de abril de 2003 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


EL PILOTO ANUNCIÓ que en unos minutos aterrizaríamos. Por la ventanilla del avión pude ver la costa recortada sobre un mar turquesa y unas montañas imponentes repletas de vegetación. Era la primera vez que viajaba a Venezuela. Al salir del aeropuerto me recibió otro sol, el del trópico, y me pareció que derretía el cemento y evaporaba el aire, y lo inundaba todo con su resplandor.

Y ese calorcito fue el inicio de ocho años muy hermosos de mi experiencia, donde básicamente aprendí, y aprendí, y aprendí.

Conocí animales de los que no había tenido noticia antes, como los rabipelados y los zamuros. Disfruté de ver las guacamayas sobrevolando impertérritas el bullicio de la ciudad en los atardeceres caraqueños. Aprendí a distinguir las falsas corales de las verdaderas que un par de veces se nos cruzaron en el jardín, y adopté la costumbre de revisar los zapatos para evitar encuentros indeseados con los alacranes. También aprendí a disfrutar de un buen pabellón [comida típica de Venezuela hecha con frijoles negros, carne, arroz, salsa de tomate y plátano] a sentir en los dedos cuándo la masa de la arepa [torta de maíz] está lista para enfrentarse al budare [plato hecho de barro o hierro donde se cocina la torta de maíz], a probar de cada casa ”la mejor hallaca [comida tradicional de Navidad] del mundo”, y entre medio degustar jugos deliciosos y frutas exquisitas.

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