EN UNA ÉPOCA trabajé en una fábrica fundiendo lingotes de aluminio y forjándolos luego en forma de láminas de metal que eran posteriormente utilizadas por otras industrias.
Acepté este empleo porque el salario era superior al habitual y yo deseaba ganar una buena suma de dinero para mantener a mi familia. La fábrica trabajaba todos los días, las 24 horas. El trabajo tenía que hacerse dentro de un local insoportablemente caluroso en verano y frío en invierno. Además, había mal olor y los trabajadores se mostraban hostiles para con los nuevos obreros. Para colmo, los turnos de trabajo rotativos eran agotadores. Mi turno de ocho horas cambiaba cada dos meses, lo que me perturbaba mucho.
Cerca de la fábrica había un cartel que parecía resumir la situación en que me encontraba: “Callejón sin salida”. La planta estaba situada al final de una calle sin salida, de modo que todos los días veía aquel cartel cuando pasaba con el auto. Cuanto más tiempo pasaba, más me impresionaba su mensaje. Me parecía que era una especie de maldición, una sentencia, un resumen de mi hasta entonces opaca carrera laboral.
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