El Teléfono sonó. Se trataba de una jovencita, una bailarina de 14 años, que necesitaba orientación y ayuda. Ella me dijo: “Siempre que alguien me habla sobre la bondad y la importancia de ser buena, siento como si me estuvieran pidiendo que renunciara a mi individualidad”. Cuánto anhelaba estar con ella a pesar de los kilómetros que nos separaban, y abrazarla. Valoré su honestidad y su anhelo de encontrarse a sí misma.
No recuerdo todo lo que conversamos ese día, pero me acuerdo de una de las ideas que me vinieron a la mente y que pude compartir con ella: que la bondad no es algo que uno simplemente acepta, sino algo a lo que uno responde. Eso fue lo que me pasó un día de invierno, cuando me detuve a ver el amanecer. Era tan hermoso que me hizo olvidar que estaba parada afuera en el frío. La belleza se hizo eco de algo tan profundo dentro de mí, que dejé de quejarme por tener que ducharme en casa del vecino, porque se había roto el calentador de agua de mi casa.
La virtud y la bondad nunca provienen de afuera de nosotros. Este majestuoso universo que expresa tanta vida, provoca una profunda respuesta en nosotros. Esto se debe a que, por ejemplo, el canto del ave es un reconocimiento del gozo que tiene interiormente. El cambio de estaciones de la naturaleza nos hace pensar en la capacidad de recuperación de la vida, y su continuidad; y la vastedad del cielo refleja la eternidad.
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