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PARA NIÑOS

LA HORA DE LOS CUENTOS

Del número de septiembre de 2004 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


El agua del río salpica los pies de los niños que, entre gritos y risas, van saltando de roca en roca hasta alcanzar la orilla arbolada.

Es verano, el cálido verano del norte. Los rayos del sol se filtran a través del follaje y bañan a los pequeños en un suave resplandor, tal como si estuvieran dentro de una enorme cúpula esmeralda. El canto del agua, el trinar de los pájaros y la voz de la mamá cerciorándose de que están todos a su alrededor, crean una sinfonía natural y hermosa. La madre y sus tres hijos descansan ahora bajo un sauce añejo que baña sus ramas en la corriente translúcida.

Es la hora de los cuentos, la de la alegría espontánea, la del asombro ante cada historia nueva. Todos disfrutan de ese momento especial y lo esperan desde hace rato.

Mamá comienza así: "Cuando yo era niña, mi padre me traía hasta este mismo lugar. Veníamos desde lejos, desde más allá del monte, de las sierras. Yo cabalgaba en la vieja yegua mora mientras papá caminaba a mi lado sin hablar.

"Al llegar al río, yo me deslizaba de la montura y procedíamos a cruzar el vado hasta llegar a la ribera opuesta. Papá era hombre de pocas palabras y muchos silencios, y ambos permanecíamos callados durante esta tarea. Desde la mitad del cauce, traía hasta la orilla una trampa de alambre, creada por él, donde una enorme cantidad de peces, se agitaban inquietos".

—¿Cómo era la trampa, mamá? — pregunta el mayor de los niños, aficionado él mismo a la pesca.

— La trampa estaba hecha de alambre de acero y reposaba en el fondo del río. Tenía una entrada en forma de tubo por la que los peces podían ingresar fácilmente pero, una vez en su interior, las puntas afiladas les impedían el paso hacia la libertad.

El varón más pequeño calla, las manos y la boca teñidas por el dulce jugo de las pitangas. Algunos de esos árboles frutales han afianzado sus raíces en la orilla y los niños se deleitan mordiendo la carne violeta y azucarada de los frutos maduros.

"Papá llevaba a casa sólo la cantidad exacta que íbamos a comer. El resto de los peces, aún vivos, lo devolvía a las aguas generosas. ¡Qué revoltijo de plata y tornasol cuando huían hacia el refugio sombrío de las profundidades!"

La única niña del grupo, la menor de todos, preguntó entonces acercándose un poquito más a la madre:

—¿No tenías miedo del agua profunda?

— Por supuesto que no — contesta ella sonriendo suavemente — , papá cuidaba de mí constantemente. Muchas veces me llevaba a nadar a lo más hondo del río, pero vigilando siempre todos mis movimientos. Así fue que aprendí a nadar sin temor. Y si en algún momento sentía miedo, no tenía más que extender mis brazos hacia él y llamarlo, que de inmediato acudía a mi lado. Yo estaba segura de que podía contar con el refugio seguro de sus brazos.

La luz comienza a declinar a medida que el sol inicia su viaje hacia el ocaso. Es tiempo de volver. Mamá y niños, algo fatigados de risas y juegos, se toman de la mano y emprenden el regreso a casa.

Pero ella sabe que la historia continúa aún.

"Ya mujer, fui entendiendo la sabiduría de papá. Primero, me enseñó a amar y a respetar el río, familiarizándome con sus tesoros: los peces huidizos y sabrosos que formaban parte importante de nuestras comidas; el verde intenso de las aguas a la sombra de los ceibos; la frescura del cause en los días de verano; los frutos de los árboles que anidaban a sus orillas.

"Cuando lo amé tanto como él lo amaba, me enseñó a nadar. Tomada de su mano, al principio, y alentándome a que avanzara sola, algo más tarde".

Mamá levanta en brazos a la más pequeña que, rendida de sueño, apoya la cabecita en su hombro y no tarda en quedarse profundamente dormida, eso no le impide a la madre continuar la historia. Sabe que los muchachitos mayores lo desean así.

"Años más tarde, aprendí la innata sabiduría de las lecciones de papá: primero, que Dios nos proporciona todo lo necesario y está a nuestro alcance siempre. Luego aprendí a hacer buen uso de los recursos naturales sin malgastarlos imprudentemente; también que es mejor enseñar mediante el ejemplo sin necesidad de palabras y la lección más valiosa de todas; y por último, que el amor vence el miedo. Tuve que amar el río y sus riquezas antes de poder adentrarme en sus aguas".

Anochece. El cielo va tomando colores prodigiosos a medida que el sol se despide hasta el otro día, pero mamá y los niños ya están en casa.

Luego de la cena y cuando los pequeños ya duermen en sus camitas, ella piensa en los años pasados al abrigo de las lecciones aprendidas junto al río. Cuánto agradece el haber conocido que el amor vence el temor, que los brazos del Padre verdadero, Dios, están a su alrededor en todo momento y en cualquier lugar. Silenciosamente apaga la luz de la sala y asciende lentamente las escaleras hasta su dormitorio.

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