El Reverendo Dr. Martin Luther King Jr. tenía 35 años cuando le otorgaron el Premio Nobel de la Paz en 1964. Él era, en aquella época, la persona más joven en recibirlo. Este gran logro fue en reconocimiento de sus esfuerzos para acabar con la segregación y discriminación racial en los Estados Unidos, enteramente mediante la no violencia. El inspirador mensaje del Dr. King elevó la consciencia social y expandió su movimiento más allá de los derechos civiles para incluir los derechos humanos a nivel mundial. A partir de 1986, los Estados Unidos han observado en el mes de enero un feriado nacional en honor a Martin Luther King Jr.
Uno se maravilla al ver que a pesar de la ira y la violencia que enfrentó, King abrazó la no violencia como la forma más eficaz de terminar con la injusticia. En su libro Stride Toward Freedom [La marcha hacia la libertad], afirma que su compromiso con la no violencia no fue para “vencer o humillar al oponente, sino para ganar su amistad y comprensión”. En otra ocasión dijo: “El odio no puede eliminar el odio; solo el amor puede hacerlo”.
¡Qué preciosos pilares son estos ideales para construir una sociedad más amable y bondadosa! Al considerar de qué manera podría yo contribuir a formar un mundo así, he hallado que es útil conocer que Dios es el Amor divino mismo, y que nuestra verdadera identidad es la imagen y semejanza espiritual de Dios, la expresión misma del Amor. Cuando pensamos en nosotros desde un punto de vista material, la injusticia parece formar parte normal de la vida, sin embargo, la naturaleza espiritual y verdadera de todos es afectuosa y adorable, como la de nuestro creador divino. Por supuesto, no todos los pensamientos y acciones que encontramos están en línea con esta verdad espiritual, no obstante, nadie está destinado a hacer mal o a ser incapaz de reformarse.
Me di cuenta de esto al enfrentar la injusticia social en mi trabajo como profesora universitaria y supervisora-mentora de maestros estudiantes en diferentes ambientes escolares, donde la iniquidad en la asignación de los recursos educativos entre los distritos escolares ricos y los pobres era alarmante. En un distrito en particular, los niños provenían de hogares de condición económica muy baja. Yo sabía por experiencia que estos niños requerirían un tipo de instrucción que fuera activo y práctico a fin de motivarlos para aprender el material.
A veces, cuando me encontraba con una enseñanza que no lograba que los estudiantes participaran o no les daba una oportunidad justa, oraba a Dios en busca de guía. Confiaba en que los atributos del Amor divino –justicia, misericordia y sabiduría– estaban en operación y se manifestarían en la experiencia de los niños de la forma que Dios indicara.
Una vez, supervisé a un maestro que había trabajado en escuelas con grandes recursos, y ahora estaba trabajando con estos estudiantes. Su estilo de enseñanza era hacerlos memorizar en lugar de lograr que los niños se interesaran en aprender, y cuando lo cuestioné por ello, me di cuenta de que él tenía bajas expectativas de ese grupo de chicos. Para mí esto fue un ejemplo de injusticia social y desigualdad educativa manifestándose en las aulas.
