Cuando nos expresan amor, sentimos dentro de nosotros mismos el poderoso impulso de expresar bondad, especialmente cuando es la expresión de ese Amor divino que ve más allá de la personalidad humana imperfecta, y contempla la bondad pura que caracteriza nuestra identidad real como reflejos puros de Dios.
Mary Baker Eddy sintió ese amor puro de Dios expresado a través del amor de su madre, mediante su estudio de la Biblia, y especialmente mediante el ejemplo y las enseñanzas de Cristo Jesús. Y este amor la sanó del sufrimiento físico que había padecido durante mucho tiempo, y la llevó al descubrimiento y exitosa práctica de la Ciencia divina del Cristo sanador y salvador, la Verdad, que practicaba Jesús. Por lo tanto, para la Sra. Eddy era muy claro que el amor de Dios está presente y activo para que todos lo experimentemos, para que seamos sanados por él, lo expresemos en nuestra propia vida y relaciones, y para traer curación y reforma a la vida de aquellos que abrazan el amor de Dios.
En su libro de texto sobre la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, la Sra. Eddy explica: “En la Ciencia divina, el hombre es la imagen verdadera de Dios”, y esto es lo que Jesús incorporó en su propia naturaleza y vio en otros. Ella continúa diciendo: “La naturaleza divina fue expresada de la mejor manera en Cristo Jesús, quien proyectó sobre los mortales el reflejo más veraz de Dios y elevó sus vidas más alto de lo que sus pobres modelos-pensamiento permitían, pensamientos que presentaban al hombre como caído, enfermo, pecador y mortal” (pág. 259).
Cuando una persona siente que la abraza este amor puro de Dios —tal vez mediante el amor que se expresa en el servicio religioso, o en la vida y cuidado de un Científico Cristiano activo— puede muy naturalmente encender una llama en su corazón. De algún modo se siente diferente, sumamente respetado y amado; puede que tenga curaciones físicas o un renovado anhelo de vivir una vida mejor; y se sienta impulsado a explorar la Biblia y Ciencia y Salud para aprender más acerca de la Ciencia Cristiana.
Al principio, en su estudio, es posible que siga sintiendo la esperanza y el amor que lo impulsó a explorar la Ciencia Cristiana. Pero muy pronto, empieza a aprender que el amor que lo ha tocado puede permanecer con él solo en la medida en que haga el esfuerzo sincero de comprender la premisa básica de la Ciencia Cristiana, que es el Espíritu, no la materia, la realidad de la existencia, y que por ser creación de Dios, el hombre, somos espirituales, no materiales.
Esta lógica de la Ciencia Cristiana a algunos les parece natural y los inspira de inmediato; a otros, puede parecerles todo un desafío, hasta irracional. Hay un contraste con el punto de vista material acerca de la vida, que debe resolverse en el pensamiento de cada uno; y esto solo puede hacerse mediante un estudio humilde, receptivo y sincero, y al poner en práctica lo que uno está aprendiendo. Como dice Ciencia y Salud: “Es la espiritualización del pensamiento y la cristianización de la vida diaria, en contraste con los resultados de la horrible farsa de la existencia material; es la castidad y pureza, en contraste con las tendencias degradantes y la gravitación hacia lo terrenal del sensualismo y de la impureza, lo que realmente atestigua el origen y la operación divinos de la Ciencia Cristiana” (pág. 272).
Es gratificante que el Amor de Dios, como lo expresan las enseñanzas de la Ciencia Cristiana, nos encuentra donde estamos y nos eleva más alto. En Ciencia y Salud, la Sra. Eddy tiernamente alienta al lector, diciendo: “Emerge suavemente de la materia al Espíritu. No creas que puedes frustrar la espiritualización final de todas las cosas, pero entra naturalmente al Espíritu por medio del mejoramiento de la salud y la moral y como resultado del crecimiento espiritual” (pág. 485). Es exactamente así que el amor sanador de Dios que Jesús expresó alentaba a aquellos que eran atraídos por su ministerio. Él les enseñó a “emerger suavemente”, cultivando dentro de ellos mismos las cualidades morales como son la compasión, la honradez, la humildad, la templanza y el afecto desinteresado; cualidades que nos elevan por encima de los apetitos malsanos, como el egoísmo, el orgullo, la justificación propia y la gratificación propia, que nos hundirían y a otros con nosotros (véase el Sermón del Monte de Jesús, en Mateo, capítulos 5–7, especialmente las Bienaventuranzas (5:1–12).
Respecto a alentar la curación y la reforma en otros, Jesús nos dio este consejo: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Juan 13:34). Jesús dijo esto después de lavarles los pies a los discípulos, la noche previa a su crucifixión, acto que demostró que su amor tenía el designio de censurar la impureza, tanto física como moral, puesto que él también lavó los pies de aquel que él sabía que lo traicionaría, Judas Iscariote. Este amor de Dios, que Jesús expresó (como se señaló antes), “proyectó sobre los mortales el reflejo más veraz de Dios y elevó sus vidas más alto de lo que sus pobres modelos-pensamiento permitían, pensamientos que presentaban al hombre como caído, enfermo, pecador y mortal”.
No todos a los que Jesús abrazó con el amor redentor de Dios, aceptaron la redención. Pero muchos lo hicieron. Su propósito fue ejemplificar el amor de Dios en su propia naturaleza y en su amor por los demás —viéndolos y valorándolos en su verdadera identidad como el reflejo puro de Dios— a fin de que pudieran aceptar el amor reformador y se esforzaran por vivirlo. Y este es a veces el punto que nos resulta más difícil de aceptar; para poder resolver nuestra propia salvación física y moralmente, tenemos que permitir que el amor de Dios purifique nuestros propios corazones y vidas; y esto incluye amar a otros como hizo Jesús, y confiarlos al cuidado y la guía de Dios.
Para mantener el amor de Dios en nuestros corazones, podemos adoptar la oración sincera del Salmista: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Salmos 51:10). De este modo, a medida que continuamos nuestro estudio y práctica de la Ciencia Cristiana, y nos esforzamos a diario por ponerlo en práctica con toda generosidad en nuestra vida —expresando el Amor divino en nuestras relaciones con los demás mirando más allá de sus imperfectas personalidades y contemplamos su verdadera naturaleza a semejanza de Dios— el Cristo nos eleva a nosotros y a otros corazones dispuestos, al “mejoramiento de la salud y la moral y como resultado del crecimiento espiritual”.
Barbara Vining
Redactora en Jefe
